Premium

Rubén Montoya: Verónica Abad me cae mal…

Avatar del Rubén Montoya

Nuestra única posibilidad de juzgarla es por sus actos como vicepresidente de la República. Absolutamente nada más...

No me gusta la vicepresidenta de la República. No me gustan su ideología ni su modo de defenderla; tampoco su acento, que compite entre los peores de Latinoamérica. Ni los chilenos hablan tan horrible ni los tucumanos cantan tanto.

¿Y?

¿Qué tiene que ver la ideología de una persona, su modo de vestir, de caminar, de comunicarse o de ser con la legitimidad de su cargo o su integridad de ser humano? Nada, absolutamente nada. Importa tres podridos rábanos cómo a usted, o a mí, o al hijo de Álvaro Noboa y Annabella Azín nos caiga Verónica Abad. Importa menos si pensamos igual, o todo lo contrario. Y es muy posible que hablemos más feo que ella.

Ella puede cantar como quiera, pensar lo que se le antoje, hablar como le apetezca o le ordene su herencia mestiza de española y cañari. Y si usted, o yo, o el hijo de Álvaro y Annabella la juzgamos por eso, los que estamos para que nos encierren somos usted, yo y el hijo de quien ya sabe. En La Roca.

Nuestra única posibilidad de juzgarla es por sus actos como vicepresidente de la República. Nada más. Nos guste o no, ella lo es. La eligieron casi cuatro millones de ecuatorianos. Es verdad que quizás lo hicieron porque había sido escogida por su compañero de fórmula, el hoy Presidente. Pero nadie los amenazó o engañó, ni les ofreció pato y luego apareció con gallareta. Los casi cuatro millones la escogieron en libertad y le dieron un poder, una orden, un mandato inapelable: “reemplaza al Presidente cuando él no esté o no deba estar”. Tan simple y contundente como eso.

Si el Presidente que eligió la mayoría, y hoy es de todos, piensa lanzarse a la reelección y no quiere ser tachado como autoritario ni manipulador, pues tendrá que entregarle el testigo del poder a Verónica Abad. Deberá permitir que la vicepresidenta escogida por él y elegida por el pueblo se siente en el sillón que, dicho sea al pasar, a los dos les queda grande.

Las reglas en democracia son de acero, no de plastilina. No están para que las apliquemos por gustos o disgustos. No se cumplen al 70 o 90 %: su única posibilidad es cumplirlas al 100. Aunque sus beneficiarios nos caigan mal. O ‘canten’ feo.