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El fetiche de Willy Wonka

Avatar del Roberto Aguilar

La obra pública (mejor si es de cemento) es el gran fetiche de la democracia ecuatoriana. El elector nacional prefiere un hospital en medio de la nada que una política de salud efectiva.

En la foto que eligió para el perfil de su cuenta de Twitter se lo ve rodeado de trabajadores en medio de una obra, con pinta de ingeniero de caminos. En otra toma aparece metido entre los tractores, con el dedo índice extendido en ademán de dar indicaciones, las botas de caucho amarillo patito hasta los rodillas, por encima del pantalón pero demasiado limpias como para creer que las lleve puestas por algo más que el figureteo puro y simple: quizás porque era 28 de diciembre y el señor asambleísta nos toma por pendejos. Pero no. Hay algo auténtico en estas imágenes: el correísta Comps Córdova, uno de los casos más avanzados de analfabetismo funcional de una Asamblea llena de palurdos, un incapaz entre los incapaces, parece haberse dado cuenta de que mejor servicio rinde a la nación cargando piedras en una carretilla que hablándolas en el Pleno. Ojalá y así fuera. Y se callara.

“Después de un año de fiscalización permanente -dice el texto milagrosamente escrito por el asambleísta para acompañar las fotos- hoy parcialmente a las 19;12 (así, con punto y coma) se habilitó la variante emergente (o sea que estaba sumergida y ahora emerge) para vehículos 4x4 (el suyo y los de otros asambleístas) vía E45 Lago Agrio Quito, mañana compactaran la vía (o compactasen, que es lo mismo), Exigimos (con mayúscula después de la coma) sirva para todo tipo de vehículos”.

Elegido para redactar las leyes de la República (que en eso consiste el trabajo de un asambleísta), Comps Córdova parece no dar la menor importancia a su absoluta y manifiesta inutilidad para cumplir esa tarea. Por una simple razón: él cree (y así se lo hace creer también a sus electores) que su trabajo consiste en hacer obras para el pueblo. ¿En qué si no? Obras públicas, se entiende: el gran fetiche de una democracia (la ecuatoriana) desprovista de ciudadanía.

Pregúntese a cualquier votante de a pie en cualquier rincón de la República: ¿qué espera de los políticos? Nueve de cada diez responderán: que hagan obras. Que las hagan aunque roben, como reza aquel famoso axioma devenido en piedra angular del sistema político nacional. El elector ecuatoriano aprecia más (y premia mejor) un hospital en medio de la nada que una política de salud justa y efectiva. La obra (mejor si está hecha de cemento) es algo concreto y tangible; las políticas públicas, en cambio, son una abstracción incomprensible. En consecuencia, o los funcionarios del Estado son grandes y filantrópicos papás noeles o no sirven para nada. Así piensa el ecuatoriano promedio. Y así nos va.

La expresión más acabada de este sistema de enajenación ciudadana es el organismo probablemente más estúpido de Occidente: la prefectura provincial. En una democracia de verdad, los habitantes de una provincia, departamento, estado o lo que fuera, eligen a la autoridad política de su jurisdicción. En Ecuador, en cambio, la autoridad política es impuesta a dedo por el gobierno de turno y el pueblo elige a un Willy Wonka cuya única función consiste en asumir competencias que le permitan recaudar dinero para gastar en cemento, sin otro criterio que el de su reelección. La prefectura provincial, auténtica fábrica de chocolate de nuestra democracia, es la institucionalización de la demagogia; la oficialización del populismo como sistema único; la perpetuación de la minoría de edad ciudadana.

Se supone que la democracia es un sistema político que exige una cierta educación y una cierta madurez de los ciudadanos. En Ecuador, la institucionalidad parece haber renunciado definitivamente a esa posibilidad. Nos prefieren niños. Y burros.