Roberto Aguilar: Diana se levantó y anduvo

No tiene la más remota noción del concepto de lo público esta pésima funcionaria
Presentó la denuncia en papel membretado del Consejo Nacional Electoral. Fijó como domicilio judicial el casillero correspondiente al Consejo Nacional Electoral y pretendió registrar ante el juez, entre otras del mismo organismo, las direcciones electrónicas de la Asesoría Jurídica y de la Secretaría General del Consejo Nacional Electoral. Hizo firmar, como abogada suya, a la asesora jurídica del Consejo Nacional Electoral. Dijo comparecer por sus propio derechos “y como presidenta y representante legal del Consejo Nacional Electoral”. Toda una movilización de recursos públicos para que esta persona entablara denuncia personal contra un ciudadano de a pie sin gastar un centavo de su bolsillo. ¿No es esto peculado? Hasta la tinta y el papel los pagaron los contribuyentes. Pero esta mezquindad de caricatura, esta cicatería enfermiza del personaje de marras es la mejor de sus características personales.
Le pidieron que aclarara la denuncia: ¿la presenta por sus propios derechos o por los de la entidad que representa?, le preguntaron. Difícil le quedaba al Consejo Nacional Electoral hacerse pasar por víctima de la violencia de género: ¿es macho o hembra el Consejo Nacional Electoral? Le tocó admitir que era por cuenta propia. En ese momento debe haber experimentado una auténtica epifanía: de pronto comprendió que no era suya la secretaria del organismo de la que acababa de disponer para administrar su correspondencia; no era suya la asesora jurídica que hasta la víspera tomó por abogada de sus causas personales. ¡No era suyo el papel, no era suya la tinta! No era suya la oficinita con vistas al Pichincha o lo que fuese, de la que tanto se envanecía y no ha querido soltar ni aunque la arrastraran. Ahora no le quedaba más remedio que mandar a comprar papel y, cosa inaudita, ¡pagar un abogado!
No tiene la más remota noción del concepto de lo público esta pésima funcionaria. Cree que el servicio en las instituciones del Estado es la manera más segura de conseguirse un fuero. Tanto más tratándose de una mujer, cuya intocabilidad está asegurada por la ley y por aquel viejo principio de la sabiduría popular que dice: a-la-mujer-no-se-la-toca-ni-con-el-pétalo-de-una-rosa, que es, cree ella, un postulado inclaudicable del feminismo radical. Ambas condiciones, la de funcionaria y la de mujer, piensa ella, le garantizan un espacio de impunidad total. Porque cree, además, que no hay diferencia entre sus necesidades y las del organismo que preside; entre sus deseos y los del Consejo Nacional Electoral; entre sus pulsiones más ruines y las de la dignidad que ocupa. Cree que si la presidenta del Consejo Nacional Electoral se tira un pedo, son los honorabilísimos gases del Consejo Nacional Electoral los que incordian las narices del personal presente. Así que todo el mundo tiene que aguantarse sin chistar.
Durante dos o tres decisivas elecciones se cometieron, en sus narices, las violaciones más aberrantes de la ley electoral y esta persona se hizo pasar por un cadáver. Un cadáver macho o hembra, para el caso es lo mismo. Pusilánime o pusilánima, obsecuente u obsecuenta, cómplice o cómpliza miserable y miserabla de los más avezados transgresores, no movió un dedo mientras hacían del Código de la Democracia letra muerta. Ella se abstuvo de denunciarlos. Hoy, cree relevante denunciar a quien la señala con el dedo y dice, como el niño de ‘Sexto sentido’: “I see dead people”. Al fin, Diana Atamaint se levanta y anda.