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Roberto Aguilar | Al país lo vamos a quemar entre todos

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Ninguna tarea es tan imperativa en el Ecuador actual como la de salvar al movimiento indígena de los violentos

La negativa de los ecuatorianos a mirar la realidad que tenemos por delante parece ser, en este chuchaqui generalizado en el que contemplamos apagarse (a palos) las últimas llamas del paro nacional, el principal obstáculo para la convivencia en este país de histéricos alharaquientos.

Desde hace seis años que el país contempla, atónito, cómo el movimiento indígena, con la participación y la complicidad de una izquierda mamerta incapaz de hacerse cargo de sus culpas, viene empollando el monstruo de la violencia indiscriminada como mecanismo legítimo de lucha política y de cambio social. Con decir que la injusticia social, el racismo, el colonialismo y la discriminación histórica son formas peores de violencia creen justificarlo todo sin necesidad de profundizar el análisis siquiera. Que la Corte Constitucional, en la más irresponsable de sus sentencias, autorizara a las comunidades indígenas a conformar guardias armadas (¡en marzo de 2022!) es una muestra preocupante de hasta dónde puede llegar la ceguera de los militantes.

El resultado de este cóctel de imprudencia, temeridad y estupidez congénita lo acabamos de ver en Imbabura. Porque ¿quién es capaz de mantener 22 días de acción violenta, estratégica, bien organizada, durante los cuales la voluntad de unos pocos se impuso sobre la sociedad civil a palos, se controló el mercado, se extorsionó, se lucró y se gobernó un territorio con terror, violencia y desenfreno? ¿Quién sino gente entrenada, preparada, financiada, adoctrinada? Pues bien: ni los chicos de los organismos de derechos humanos, ni los medios comunitarios, ni los intelectuales orgánicos de la izquierda, ni el partido correísta ecuatoriano los han visto. Simplemente, no existen. Ellos gritan “represión-represión” y con ello dan todo por resuelto. O dicen, en el colmo de la hipocresía, que son “infiltrados”, como si no convivieran con ellos y los toleraran y los alimentaran.

Ninguna tarea, ningún desafío, ninguna urgencia es tan imperativa en el Ecuador actual como la de salvar al movimiento indígena de semejante gentuza peligrosa. Para eso se necesita, claro, una dirigencia a la altura, no pobres diablos sin una idea en la cabeza, como Marlon Vargas, que creen que su papel consiste en convertirse en una suerte de Leonidas Iza de juguete y salen a fanfarronear con la toma de Quito y otros sueños de perro. Pero también se necesita una dirigencia política nacional con la suficiente lucidez y generosidad para entender esos procesos y discernir, no los gorilas que ahora están a cargo y no conocen otra respuesta que la reacción militar. Y una sociedad civil con la sensibilidad para reconocer las protestas legítimas donde las hay y diferenciar la gente buena de la gente mala, que no es tan difícil. Es más: ya lo sabemos. Sabemos que esa vieja campesina, matrona de anaco y de sombrero, por cabreada que esté, por mucho que tenga un palo en la mano y nos pegue y nos putee, ¡no es una terrorista, lo sabemos perfectamente! Sin embargo, nos entregamos a la histeria y hacemos aspavientos y gritamos “terroristas-terroristas” y pedimos al presidente que los arrase, que no negocie, que no dé un paso atrás.

Estamos donde estamos porque a este país, en el fondo, lo queremos ver en llamas todos.