Paúl Palacios: Una lección más

Cuando menos lo piensas, la vida te tiene guardada una lección que te hace bajar la cabeza y elevar el corazón
Hace unos días retomé la ruta jacobea en Oviedo. Aún me restaban 320 largos kilómetros para llegar a Santiago, los cuales había planificado hacerlos en 13 etapas.
Unos días antes el clima cambió; inicié con lluvias los primeros nueve días, y en dos de ellos con nieve. A pesar de haberme preparado bien físicamente, y con alguna experiencia en la mochila, las rutas son diferentes y las exigencias distintas. El Camino Primitivo es duro, pero precioso; los albergues son lugares de hermandad jacobea, y la oferta de alimentos y fuentes de agua son menos abundantes, en especial al inicio de primavera.
Al sexto día me di cuenta de que algo no andaba bien en mi estómago, y concluí que tenía una infección bacteriana. Como llevo un botiquín amplio, tomé la medicina para el caso, pero caminar con el malestar muy largas distancias te va dejando en manos de la cabeza la fortaleza cuando la del cuerpo va menguando.
Cuando el Camino Primitivo empalma con el Francés en Melide, ya cerca de Santiago, el ambiente cambia. Se unen multitudes de ‘turigrinos’ ruidosos, menos enfocados en el concepto, y se va perdiendo un poco la esencia del silencio que antes inundaba el Camino. En mi etapa 12, que era larga, de 30 kilómetros, empecé a escuchar un ruido horrible.
Delante mío había un grupo de unas 40 personas con camisetas azules. En la medida en que me acercaba se oía más desafinada alguna canción que tarareaban. Aun en mi tolerancia habitual, la combinación de cansancio, malestar físico y molestia por la falta de consideración, me estaban afectando el genio y tenía ganas de darles una perorata sobre lo que es la esencia del Camino de Santiago.
Al alcanzarlos me di cuenta de que eran chicos con síndrome de Down que hacían esfuerzos por entonar lo mejor que podían una canción a la Virgen María, asistidos por adultos. Yo antes juzgando su algarabía, y ellos viviendo el Camino desde su corazón. Me detuve, nos abrazamos, les di a cada uno un rosario de Silvana Montero, y nos deseamos un ¡buen camino!
Entender y no juzgar, observar y no solo mirar, escuchar y no solo oír. Esa fue mi lección de esos niños.