Modesto Gerardo Apolo | R.C.: el Rasputín criollo

El loco del ático en Bélgica aún cree que gobernar era una mezcla entre misa, reality show y ‘vendetta’ personal
Si Grigori Rasputín hubiera nacido en Sudamérica, seguro habría tenido acento costeño, gafas cuadradas, un Twitter incendiario y a todos les diría ‘compañeritos’. Porque pocos personajes comparten tantos genes en lo político-folclórico como el místico ruso Rasputín y Rafael Correa, el loco del ático en Bélgica, que aún cree que gobernar era una mezcla entre misa, reality show y ‘vendetta’ personal.
Rasputín, ese chamán con mirada turbia y barba de brujo, hechizó a la zarina con rezos y bailes etílicos; Correa, con cifras maquilladas y sabatinas donde él era juez, víctima y redentor. El primero prometía sanar al hijo hemofílico de los zares con imposiciones de manos. El segundo juraba solucionar los problemas del Ecuador con cadenas nacionales y megaproyectos con sobreprecio y en muchas ocasiones, inútiles o inexistentes.
Ambos llegaron al poder cabalgando en la fe: Rasputín en Dios, Correa en la Revolución Ciudadana, fundamentada en el resentimiento social. Y ambos, una vez entronizados, montaron su propio culto. A Rasputín lo seguían nobles con culpa y vodka; a Correa, burócratas con megáfono y contratos públicos con sobreprecio. En su delirio compartido toda crítica era herejía y toda oposición, traición.
Rasputín convirtió el Palacio Imperial en su templo del desenfreno. Correa a Carondelet en su púlpito desde el cual, con falsa moral, se excomulgaba a los “vendepatria”, pero elevando a los altares del poder a los suyos, premiándolos con cargos públicos, incluidos diezmos.
Rasputín murió en el Nevá, esquivó a sus enemigos que lo querían asesinar; Correa se exilió en Bélgica, para ser difícil de extraditar. Rasputín fue un mito difícil de enterrar; Rafael Correa, un prontuariado, sentenciado, difícil de encerrar.
Y sin embargo, aún hay devotos, seguidores o admiradores, gente que jura que ambos ‘eran necesarios’, como si el colapso fuera la estrategia lograda por la persecución socialista. En honor a esa demencia compartida, hoy más evidentemente que nunca, los ecuatorianos en adelante, al referirnos a Rafael Correa, deberíamos identificarlo como ‘“el Rasputín criollo’.