Mauricio Velandia | Seguridad, soberanía económica y dignidad nacional

Un país sin economía soberana se convierte en patio trasero. Sin seguridad nacional, en botín
Hay conceptos que durante décadas se nos vendieron como obvios, neutros o decorativos. La economía como ciencia exacta, la seguridad como cosa de armas, la dignidad como ideal personal. Pero el siglo XXI está desmontando, sin pedir permiso, todas esas simplificaciones. Hoy las naciones vuelven a hablar un lenguaje más antiguo pero más real, como lo es, soberanía, poder y prestigio. Y hay tres nociones que se han vuelto indivisibles para entender el pulso del mundo actual: la economía soberana, la seguridad nacional y la dignidad nacional.
La primera define qué se produce y quién se beneficia. La segunda protege el territorio, pero también los datos, las cadenas de suministro y la infraestructura crítica. Y la tercera -la más subestimada- define cómo se presenta un país ante el mundo y ante sí mismo. La dignidad nacional no es un poema. Es un activo estratégico. Y cuando se pierde, lo demás tambalea.
Esta semana, en China, una universidad expulsó a una estudiante por mantener una relación con un extranjero, alegando que su conducta “atentaba contra la dignidad nacional”. El hecho dividió a la opinión pública. Hubo quienes lo vieron como un acto autoritario y otros como una afirmación de soberanía simbólica. Pero más allá de la polémica, el caso pone sobre la mesa una pregunta que en Occidente incomoda: ¿hasta qué punto un país puede -y debe- exigirle a sus ciudadanos responsabilidad por la imagen colectiva?
Muchos consideran que eso es terreno peligroso. Pero la pregunta no es si todo acto individual debe ser vigilado, sino si hay conductas que, cuando manchan el nombre de la nación con intención o desprecio deben tener algún tipo de respuesta social, jurídica o política. Porque lo que no se protege, se pierde. Y el prestigio nacional, como la confianza, tarda décadas en construirse y minutos en destruirse.
Hoy el mapa ha cambiado, pero el principio es el mismo. Un país sin economía soberana se convierte en patio trasero. Sin seguridad nacional, en botín. Y sin dignidad nacional, en chiste. Y nadie hace tratados con un chiste. Nadie invierte, defiende ni respeta a una nación que no se respeta a sí misma.
Lo preocupante es que, en ciertos entornos, defender el buen nombre del país se considera anticuado, o peor, sospechoso. Hay ciudadanos que creen que criticar con elegancia es inútil, y que el verdadero poder está en ensuciar lo propio para ganar aplausos de afuera. Lo hacen por contrato, por despecho o por moda. Pero el resultado es el mismo. El prestigio nacional se quiebra, y nadie responde. Se normaliza el descrédito nacional.
En un mundo donde la geoeconomía es más decisiva que los tanques, donde las marcas-país compiten por inversión, turismo, y respeto, cuidar el nombre de la nación ya no es un acto simbólico. Es estrategia de supervivencia. Un país sin dignidad es un país inseguro. Y un país inseguro es un país sin soberanía.
No se trata de copiar modelos autoritarios ni de imponer moralina de Estado. Pero sí de asumir que el prestigio nacional también es un bien colectivo. Y quien lo ataca sin justificación, quien lo vende al mejor postor o quien lo mancha por interés, le está robando algo a todos los demás.
El Estado puede ser lento para castigar, pero la historia no olvida. Por eso, si el país aún le sirve para vivir, para viajar, para ser alguien, cuide su país. No lo desprestigie con su dicho o su conducta. Sea soberano de sí mismo, crea en la seguridad nacional, en la soberanía económica y en la dignidad nacional. El pasaporte pesa más que el apellido. Y si no lo cree, intente reemplazarlo.