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Mauricio Velandia | Mucha caneca y mucha basura

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Mientras en Asia la disciplina es un hábito colectivo, aquí es una recomendación moral que se cumple solo si alguien vigila

La palabra disciplina viene de ‘discere’, que significa aprender. Antes de ser castigo fue un camino de aprendizaje. En su sentido más hondo no significa obedecer sino dominarse. Hacia afuera es orden, hacia adentro, maestría.

El problema es que en América Latina lo olvidamos. Mientras en Asia la disciplina es un hábito colectivo, aquí es una recomendación moral que se cumple solo si alguien vigila. En Tokio nadie cruza con el semáforo en rojo aunque no haya un solo carro. En Seúl las calles no tienen canecas ni guardias o vigilantes, pero están limpias y tranquilas. En los metros nadie empuja. La seguridad no la da la Policía sino el comportamiento de la gente.

Allá la norma no se impone por miedo sino por conciencia. El orden no es frialdad, es respeto. La limpieza no es estética, sino que es cultura. En cambio, nosotros parecemos necesitar un guardia por cada puerta y un decreto por cada gesto. Llenamos la calle de señales, de edificios con vigilancia privada con personas armadas, de canecas de basura por toda la ciudad, de leyes. Pero la basura sigue en la acera, el ruido en el aire y los robos suben.

Tenemos más normas que costumbres. Nos fascina reformar la Constitución como si un nuevo artículo pudiera reemplazar el hábito que no tenemos. Creemos que escribir derechos basta para ejercerlos, y que cambiar el texto es cambiar el país. Es un espejismo, dado que las sociedades no se transforman con tinta, sino con conducta.

El latinoamericano celebra la improvisación como ingenio. Decimos que la ley se hizo para violarla, con una sonrisa cómplice, por letra muerta. Tal vez por eso el orden nos suena a aburrimiento y la disciplina a autoritarismo. Pero en verdad la disciplina no mata la libertad, por el contrario, es la que la hace posible. Un camino de excelencia y de cumplimiento de metas planificadas.

Asia enseña que la modernidad no llegó por decreto sino por método. Después de guerras y ruinas, Japón y Corea construyeron progreso con horarios cumplidos, aulas limpias y trenes puntuales. Sin rencor hacia su verdugo, Japón convirtió a EE. UU. en su aliado estratégico. Su revolución fue silenciosa y colectiva. Superaron lo insuperable después de quedar en ruinas post Segunda Guerra Mundial. Convirtieron su nueva Constitución en hábito, buscando la excelencia personal en péndulo sumando estética. Mientras tanto, nosotros seguimos creyendo que el desarrollo depende de la nueva ley o del cambio de Constitución.

El día que un ciudadano latinoamericano espere el cambio de color verde del semáforo sin policía ni cámara, ese día empezará el verdadero desarrollo. No por el semáforo, sino por lo que representa el respeto, la paciencia y la conciencia colectiva.

Cambiar una Constitución es fácil. Cambiar la mentalidad no. Y sin disciplina personal, ningún sistema político, económico o jurídico sirve. Antes de soñar con otra Constitución deberíamos soñar con otra cultura. Una donde las normas se cumplan por convicción y no por miedo. Donde el respeto no dependa de un celador, ni la limpieza de una caneca. Donde cada gesto cotidiano -esperar, cuidar, respetar- sea el verdadero acto constituyente.

Al fin y al cabo, escribir nuevas constituciones es fácil, pero lo difícil es cumplir las reglas de tránsito.