Mauricio Velandia | Miguel Uribe Turbay, respira…

Los regímenes de poder -formales o informales- no toleran candidatos con fuerza transformadora
En las democracias se vota, sí, pero cuando el poder real está en juego, no siempre se gana en las urnas. A veces el cambio de época exige algo más brutal, un muerto. La historia lo repite con precisión quirúrgica. Presidentes, candidatos, reformadores, todos han sido sacrificados, unas veces por enemigos visibles, otras por aliados disfrazados de amigos. Porque en política, como en los mercados, la forma más rápida de alcanzar el monopolio es eliminar al competidor.
Occidente conoce esa lógica. Lincoln, McKinley y Kennedy en EE. UU.; Colosio en México; Galán y Pizarro en Colombia; Villavicencio en Ecuador. En Francia, Charles de Gaulle escapó por centímetros. En Japón, Shinzo Abe fue ejecutado con una pistola casera. Cada caso tiene su contexto, pero el patrón es constante: quien amenaza el equilibrio de poder -político, económico o simbólico- se convierte en objetivo. Y casi nunca se descubre al verdadero asesino.
En Oriente la historia no es menos violenta. Indira Gandhi, asesinada por sus guardaespaldas; Rajiv Gandhi, por un atentado suicida; Benazir Bhutto, por quienes supuestamente la protegían. En Irán, presidentes volaron en sus oficinas. En Pakistán, el fuego lo ejecuta el Estado. Y en China, la gran excepción, no hay cadáveres públicos, pero tampoco hay competencia visible. Para qué matar si todo ya está controlado.
Entonces aparece, también, el fenómeno más inquietante, como lo es el fuego amigo. No es el enemigo el que dispara. Es el socio, el partido, el poder aliado que siente que su supervivencia está en peligro. A Galán lo mató el narco, sí, pero también lo dejaron solo. A Colosio lo ejecutaron con un tirador y lo dejaron solo. Villavicencio puede estar en esa línea.
En ese juego, la política no es ajedrez. Es una batalla por cuotas, como en los mercados concentrados. Los cambios no se deciden en debates ni urnas, pues se negocian en silencio o se imponen con disparos. Y así como los monopolios no permiten competidores fuertes, los regímenes de poder -formales o informales- no toleran candidatos con fuerza transformadora.
Hace poco, en EE.UU., un francotirador disparó contra el actual presidente Donald Trump en plena campaña. Sobrevivió. Pero el disparo ya fue hecho. Y ese sonido -más allá del plomo- suena como eco de una lógica antigua y vigente, y es que ocurre y cuando alguien representa una amenaza, no se regula. Se elimina.
Esta semana en Bogotá el senador Miguel Uribe Turbay fue víctima de un atentado. Una bala quedó alojada en su cabeza. Está en cuidados intensivos. Hubo indignación masiva.
La vida, en el escenario del poder, no es un bien sagrado. Es una tolerancia provisional. Se permite mientras no se convierta en amenaza, mientras no cruce los límites invisibles del reparto. A quien incomoda se le aplica la muerte -física, política, simbólica o con un veto académico- con una precisión casi estética. A veces el poder no mata de inmediato, pero observa, espera y saborea. Degusta al actor antes de eliminarlo. Le da la ilusión de permanencia, lo deja respirar antes de la asfixia final. Y cuando llega el silencio, no es olvido, es ejecución diferida. La vida, en ese teatro, es apenas el prólogo del castigo.
Bella rebeldía del que sabe que la vida es así. Eso tiene un costo y es no dejar que la historia se meta en la cabeza y gane.
Frío decirlo, pero en realidad, los atentados siempre han estado presentes en la democracia y en muchas más cosas de la vida.