Premium

Juan Carlos Díaz Granados: Reconciliar el país

Avatar del Juan Carlos Díaz Granados

Reconciliar el país es madurar. Es mirar con serenidad y coraje lo que nos une, más que lo que nos separa

Ecuador no necesita otra revolución sino una reconciliación. Hemos vivido demasiado tiempo entre consignas que dividen y relatos que prometen redención mientras siembran resentimiento. Hoy, la política ha reemplazado al ciudadano por el colectivo: mujer, indígena, homosexual, migrante. Cada identidad se ha convertido en trinchera. Se perdió el individuo y con él, la posibilidad del diálogo, de reconocernos en lo común y no en la diferencia.

Reconciliar exige, ante todo, volver a decir la verdad. En tiempos donde la corrección política se confunde con virtud, expresar una convicción sincera parece una descortesía. Sin embargo, callar por miedo a ofender es renunciar a la razón y, con ella, a la libertad. El debate no destruye: ilumina. Las sociedades que dejan de discutir se vuelven frágiles, vulnerables al dogma y a la manipulación. El diálogo, incluso cuando incomoda, es la forma más alta de respeto.

También debemos aprender a mirar el mundo más allá de los titulares que reducen la complejidad a consignas y la realidad a eslóganes. Las culturas no son murallas, sino tejidos que se entrelazan. En lugar de buscar las diferencias, deberíamos reconocer lo parecido: la aspiración compartida a la justicia, la belleza y la verdad. Solo desde esa conciencia común puede nacer una verdadera ciudadanía.

Reconciliar no significa olvidar ni absolver. Significa restablecer el orden público -no solo el del Estado, sino el de la civilización democrática-, fundado en la igualdad jurídica y la dignidad de la persona. Las antiguas culturas americanas tuvieron grandeza y deben ser honradas, pero la república moderna descansa en un principio universal: todos somos iguales ante la ley. No puede haber dos justicias, una ordinaria y otra indígena, porque la fragmentación legal debilita el Estado y erosiona la confianza en la justicia. Ninguna identidad, por legítima que sea, puede colocarse por encima de la norma común.

Reconciliar el país es madurar. Es mirar con serenidad y coraje lo que nos une, más que lo que nos separa. Porque reconciliar no es retroceder: es avanzar hacia una patria donde la ley, la palabra y la razón sean los pilares de la convivencia republicana.