Carlos Alberto Reyes Salvador | Terroristas
La sociedad ecuatoriana, esa mayoría silenciosa que trabaja, produce y paga impuestos, ya no cree en estos falsos profetas
Se levanta el velo. El paro del paro no se sostiene, no resiste el más mínimo análisis. La narrativa de la lucha social se desmorona, dejando al descubierto las verdaderas motivaciones. No se trata de justicia social, ni de reivindicaciones populares, ni de defensa de los pobres. Se trata, una vez más, del intento de un grupo minoritario de imponer su agenda política a la fuerza, de paralizar al país bajo el chantaje y la amenaza.
Como no saben construir, se han vuelto especialistas en destruir. Enarbolan consignas que se contradicen entre sí, exigen eliminar subsidios, bajar el IVA, frenar la minería, suspender la expansión petrolera y, al mismo tiempo, demandan mayor presupuesto en salud, educación y asistencia social. Reclaman más gasto mientras bloquean los medios de producción y destruyen las fuentes que lo financian. En su retórica no hay coherencia económica ni responsabilidad política, solo oportunismo y cálculo.
Mientras incendian carreteras, destruyen propiedad pública y privada, paralizan el comercio y cercan ciudades enteras, gritan contra el alto costo de la vida, el desempleo y la pobreza. Y lo hacen, irónicamente, generando más desempleo y más pobreza. Exigen “libertad” y “derechos”, pero amenazan a comunidades enteras, impiden la libre circulación y bloquean el sustento diario de miles de familias trabajadoras.
Se presentan como víctimas del autoritarismo, pero son ellos quienes ejercen la violencia más brutal sobre un país cansado de sus métodos. Reclaman respeto al “derecho a la protesta”, mientras pisotean los derechos constitucionales más elementales: el derecho al trabajo, a la movilidad, a la educación y a la seguridad.
Recorren los pueblos como hordas, exigiendo la liberación de los detenidos por delitos flagrantes, amedrentando a comerciantes, bloqueando ambulancias, atacando a la prensa y desafiando a la autoridad legítimamente constituida. Sus líderes hablan de “radicalizar la lucha”, de “tomar Quito”, de que “se les acaba la paciencia”. No es una amenaza velada, es una declaración abierta de violencia.
El país entero los ve con repudio. La sociedad ecuatoriana, esa mayoría silenciosa que trabaja, produce y paga impuestos, ya no cree en estos falsos profetas de la revolución. Son los mismos agitadores de siempre, disfrazados de líderes sociales, financiados por intereses políticos y económicos que se alimentan del caos.
Detrás de cada discurso incendiario hay un negocio: el del chantaje, la extorsión y la manipulación. No hay nada heroico en incendiar un país. No hay lucha legítima cuando la herramienta es el terror.
Estos falsos redentores, delincuentes de poncho y cabezas emplumadas con discursos anacrónicos, no representan a los pueblos que dicen defender; representan el atraso, la pobreza y la violencia que han convertido a Ecuador en rehén de sus amenazas.
Ojalá esta vez, a diferencia de las ominosas amnistías del pasado, el Estado no retroceda ante el chantaje. Que el peso de la ley caiga sobre quienes, en nombre de la “lucha social”, cometen actos de terrorismo.
Porque la verdadera justicia no se grita en las calles, se ejerce en los tribunales. Y la verdadera libertad no se conquista con piedras ni palos, sino con trabajo, respeto y ley.