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¿Quiere más política mortecina?

Avatar del José Hernández

 Como si la realidad local y nacional no fuera lo más parecido al cuento del gallo pelón.

Las elecciones vuelven, como los comentarios que suscitan: que hay exceso de candidatos. Que no se justifica porque las diferencias entre muchos de ellos son insignificantes. Que muchos de ellos no tienen la más pálida idea de qué tipo de ciudad o de provincia quieren. Que no tienen equipos. Que sus propuestas están llenas de frases hechas, lugares comunes y lemas que repiten sin gracia. Que multiplican dádivas como si la plata fuera de ellos y creciera bajo las piedras. Que el show en que viven desbancó las propuestas programáticas…

Ciudadanos y medios juegan a sorprenderse de nuevo en esta cita electoral. Como si la realidad local y nacional no fuera lo más parecido al cuento del gallo pelón. Como si esta vez hubiera elementos nuevos que pudieran variar el resultado. ¿Acaso el modelo político dominante no es compartido y luce inamovible? ¿Acaso no se debe admitir que el país, que critica tanto a los políticos, no termina bailando al ritmo que ellos marcan?

La sociedad vuelve a sufrir el espectáculo deprimente de la política. Pero pocos actores parecen dispuestos a hurgar en las razones, no para sumar en la columna de los diagnósticos sino para alumbrar el camino hacia las soluciones. Una, es preguntarse por qué la sociedad activa tan poco el mayor generador de cambios: las ideas. Sin ideas nuevas se pedalea en el vacío, se baila en la misma baldosa.

Es claro que el modelo político (basta pensar en el cefepismo, el socialcristianismo, el correísmo…) sigue atado a la figura del caudillo. Al dueño de partido y de la voluntad de sus seguidores. A un líder que se apropia de la dinámica política como si fuera su coto vedado. Y la convierte no en el arte de pensar para mejorar la gestión de la cosa pública, sino en astucia y habilidad para operar movidas tácticas que le permitan capturar y mantener espacios de poder y de negocios. Eso convierte el Estado en materia prima y billetera de sus designios.

El modelo político dominante no incluye, por obvias razones, una escuela de formación de administradores de la cosa pública. Tampoco talleres de gestión. Ni aprendizaje de experiencias ajenas para volver eficientes la alcaldía, la prefectura, la Asamblea o el Gobierno. No hay en esos partidos gabinetes en la sombra encargados de decir a la opinión, en forma responsable y casi diaria, qué harían mejor que sus contrincantes y cómo lo harían. Solo así la política se vuelve una herramienta para competir y proponer a los ciudadanos fórmulas más innovadoras, más eficientes, más sostenibles.

Las ciudades, las provincias y el país en general no mejoran porque la cosa pública no se piensa. Ni se debate. Nada cambia porque los jóvenes políticos aprenden los mecanismos mañosos y corruptos de los caudillos que los perfilan a su imagen, mientras se aferran al poder como si hiciera parte consustancial de su código genético.

Las elecciones han vuelto recreando el espectáculo deprimente de siempre. Fragmentación, ideología como disfraz de prácticas corruptas y la promesa gatopardista -que se puede dar por cumplida desde ahora- de que todo cambia, para que que nada cambie.

Todo se repite porque los principales actores de la sociedad -la academia, el empresariado en general, los gremios, los colegios profesionales, los medios…- no se han impuesto la tarea de proponer nuevos referentes, nuevas formas de pensar la cosa pública y las soluciones a los problemas, a veces más básicos. Solo así podrían quedar sin piso esos políticos que regresan con las mismas taras, frases hechas y promesas populistas, salvo que esta vez compiten por ser creativos en TikTok.