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¿Lasso representa un modelo?

Avatar del José Hernández

Más allá de si los actores se sientan a debatir, lo que hay en juego en la sociedad ecuatoriana es una competencia de modelos...

Al margen de si hay diálogo entre el gobierno y la Conaie hay un tema de fondo para Guillermo Lasso: tiene que probar que sus fórmulas, para solucionar los problemas de los más pobres, son mejores que las populistas y las extremistas. El dirigente político Leonidas Iza facilita la tarea porque no plantea una agenda específica para sus comunidades, que es lo que pide el Gobierno, y pretende -como si anduviera en campaña electoral de carácter presidencial- erigirse en supuesto representante de todo el pueblo. Por eso privilegió, para este mano a mano, dos temas que afectan, en apariencia, a todos los ciudadanos pobres y de clase media: el precio de los combustibles y una reestructuración de las deudas. La actitud de los otros populistas -correístas incluidos- no difiere: siguen pensando que la acción política es proporcional a su habilidad para endosar culpas al Gobierno, mientras ignoran la gravedad de la crisis tras montañas de hojarasca retórica.

Más allá de si los actores se sientan a debatir, lo que hay en juego en la sociedad ecuatoriana es una competencia de modelos y de su eficiencia para encaminar el país más pobre hacia procesos sostenibles de desarrollo. Ese reto no es solamente de Guillermo Lasso: es de aquellos que, con matices y hasta diferencias, defienden el modelo que él representa. Esto explica la percepción, compartida por muchos, de que este gobierno tiene que ser exitoso si el país no quiere el regreso del correísmo. O la llegada a Carondelet de un gobierno parecido al que padece Perú, en este momento, con Pedro Castillo.

No basta, entonces, con señalar las incongruencias de dirigentes como Leonidas Iza que, pretextando sentarse con el presidente, multiplica pedidos absurdos y sobre todo reclama desconocer que él ganó las elecciones y representa al país en su conjunto. ¿Qué cabe esperar del Gobierno? Que asiente su legitimidad en su capacidad para resolver las necesidades que más afectan a las comunidades más pobres. Se entiende mal porque, en este sentido, este gobierno tampoco ha hablado de un plan global -una suerte de plan Marshall-. Se trata de juntar políticas y presupuestos, consensuar objetivos estructurales y nada populistas con esas comunidades y fijar plazos para ejecutarlos; dando paso así a una decisión de carácter estratégico y con claros destinatarios.

Esto implicaría, puertas adentro en el Gobierno, evitar las intervenciones públicas, muchas veces insensatas de sus propios funcionarios: mientras el MIES es visto como Papá Noel, el ministro de Economía se vuelve el malo de la película y candidato a ser arrastrado por los inconformes. ¿Esos dos ministerios no hacen parte del mismo proceso económico y político? ¿Acaso, como se pregona, uno no ordena las cuentas, mientras el otro evita que los costos afecten más a los más vulnerables?

El Gobierno tampoco tiene relevos en una sociedad siempre tentada a sentarse a observar cómo la irracionalidad y los extorsionadores de la política consumen al gobierno de turno. El éxito de este gobierno y la defensa del modelo de mercado y defensa de las libertades depende de si el presidente logra cambiar esa actitud cuya conclusión es conocida: el desarrollo económico, las libertades, la integración del país al mundo, la lucha contra la pobreza… son tareas de aquel que llega a Carondelet. Y solo de él.

Aquellos, supuestamente interesados por el país, no terminan de admitir que hay un modelo (siempre perfectible) en juego ante ciudadanos que esperan resultados. Y el Gobierno no luce movilizado para juntar a sus defensores.