Otto o golpe, un espejismo más

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"Cambiar de timonel, con golpe o por pedido, responde más al deseo de patear el mapa político que a la necesidad de transformar las condiciones que hacen del Ecuador un país ingobernable".

Ecuador nutre sin remedio la tentación de saltar al vacío: eso explica, aunque las motivaciones difieran, los intentos de golpe de Estado aupados por Rafael Correa y sus seguidores. O los llamados destemplados, la forma tampoco importa, a que Lenín Moreno ceda el cargo a su vicepresidente Otto Sonnenholzner.

En cualquier caso se trata de hacer creer que el cambio de timonel en Carondelet basta para enderezar el país. Lo mismo ocurrió cuando, en circunstancias de inestabilidad parecidas desde el retorno a la democracia, aunque menos dramáticas que las actuales, el país se instaló en una etapa de golpes de Estado en seguidilla: Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez fueron sacados del poder. ¿Cambió el país? No, pero hubo un retrato más en el Salón Amarillo de Carondelet.

Cambiar de timonel, con golpe o por pedido, responde más al deseo de patear el mapa político que a la necesidad de transformar las condiciones que hacen del Ecuador un país ingobernable. Correa -los golpistas en general- no cuentan con que aquel que reemplace a Moreno respete la línea de sucesión. En octubre apostaron por Jaime Vargas y luego le reprocharon amargamente no haber concluido la faena. A mediados de abril, el morador del ático dijo que apoyaría a Jaime Nebot para sustituir a Moreno. Un balón de ensayo que fue descartado casi inmediatamente por el líder socialcristiano.

Aquellos que quisieran que Moreno ceda el cargo a Sonnenholzner acarician otro espejismo. ¿Acaso el vicepresidente tiene alguna fórmula para hacer frente a la crisis económica que ha puesto al país al borde del ‘default’? ¿Acaso tiene en este momento la experiencia, la capacidad política y el equipo para convocar al país, unirlo y conducirlo?

Así, golpistas e interesados en que el vicepresidente se ponga donde está Lenín Moreno, vuelven sin cese al punto de partida (y de llegada) del cual no se despega el país: saltar al vacío. Pensar que todo depende del presidente y que si él falla, lo sensato es sacarlo en pleno ejercicio. Con cualquier tipo de argumento. O pretextando que su sustituto puede unir, por semanas o meses, las piezas de un país desbarajustado. ¿Qué diferencia hay o habría, en ese sentido, entre Fabián Alarcón y Otto Sonnenholzner?

Golpistas y promotores de la cesación presidencial venden el mismo espejismo: que el problema del Ecuador está solamente en el poder político. Y que ese poder es autónomo de una sociedad que imaginan racional, lúcida, hostil a la corrupción, consciente de sus derechos y deberes, protagonista de sus agendas y de una esfera pública dinámica y democrática. Es tal ese convencimiento que el país oscila entre caudillos populistas que duran meses (Abdalá Bucaram) o diez años (Rafael Correa). Siempre con la misma idea: entregar el poder al caudillo encargado de hacer feliz a la sociedad. Como si la sociedad no fuera coprotagonista esencial de su destino.

El resultado se conoce y no hay razón para que eso cambie: un loco que ama, un iluminado autoritario de mente lúcida y corazón ardiente o un timonel cuántico, a quien algunos exigen que ceda el cargo a un joven fotogénico que reparte kits alimenticios. Ecuador no cambiará mientras siga navegando en espejismos y humores de calle. No cambiará mientras las cámaras de la producción, la academia, la prensa, los sindicatos, movimientos sociales, todas las minorías, y un largo etcétera de actores, mantengan su papel de notarios de desgracias que creen ajenas. O sigan haciendo el juego a la desestabilización, que lo único que busca es un cambio más de retrato en Carondelet, mientras el circo nacional sigue su función.