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¿No ha pasado nada?

Avatar del Joaquín Hernández

"Las más graves lacras que han asolado el país se exacerban pese a la vecindad de la muerte y del dolor humano"

Cuando en el mes de marzo el COVID-19 se desató en toda su violencia a nivel mundial, comenzó un debate sobre el significado de esta pandemia. ¿Vendría un cambio cultural de las sociedades después de esta crisis que había trastocado todo tipo de costumbres y seguridades?

De acuerdo a la opinión de algunos expertos, la cercanía de la experiencia de la muerte, la sensación de impotencia, la incapacidad de movimiento, la paralización de todos los servicios a los que estábamos acostumbrados y la incertidumbre sobre el propio futuro personal, generarían cambios en la mentalidad de muchas de las personas.

Pero también hubo muchos pensadores, estoy pensando en el rector de la universidad Diego Portales de Chile, Carlos Peña, filósofo y abogado, que mantuvo, en su blog de diario El Mercurio, de Santiago, que no deberían esperarse mayores cambios y que las sociedades seguirían iguales. Peña recorría las grandes pestes que habían asolado al mundo occidental en el pasado que tampoco habían producido transformaciones en la conducta de los ciudadanos.

En nuestro caso, la pandemia mostró que las más graves lacras que han asolado el país se exacerban pese a la vecindad de la muerte y del dolor humano. Son escalofriantes las denuncias de negociados aumentando el precio de implementos, medicinas e incluso fundas mortuorias. Realmente macabro. Nada nuevo pero igualmente detestable.

El problema no es solo de los individuos o grupos que cometen estas fechorías sino de la sociedad que pasivamente las tolera. Este dinero que manejan las instituciones de salud del Estado no es de estas ni del gobierno. Proviene directa o indirectamente de todos nosotros.

Los millones del petróleo que se han despilfarrado en negociados, obras mentirosas, debieran ser para el sistema de salud, la educación, la seguridad de los ecuatorianos. Con su saqueo, expectativas de vida se reducen y el destino de muchos jóvenes se vuelve aciago. Hasta ahora, los estragos de la pandemia no han hecho sino confirmar, por desgracia, que lo peor de nosotros es invulnerable a la pandemia.