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Joaquín Hernández: El triunfo del azar

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Somos un azar y reconocerlo es el comienzo de la humildad

Pocas veces, probablemente una sola, coincide que el aniversario de nacimiento de una persona se celebre el día en que aparece la columna periodística del autor. Esta coincidencia es motivo de asombro, pese a la tendencia de la época de banalizar todo para desproveerle de sentido. No hay tiempo para pensar las cuestiones fundamentales. Ni gastarlo en asombros. Peor para aburrir a la gente o desanimarla ante las tareas que siempre, como Sísifo, deberá emprender. “El mundo solo sabe cómo devorar a los que lo aman, no cómo guiarlos”, comenta San Agustín.

Un cumpleaños suscita admiraciones que se transforman en preguntas. El sentido de la vida humana, por ejemplo. No se trata de acumular años como de coleccionar tortas o velas. ¿Hemos ido perdiendo sistemáticamente el ánimo por la admiración y el asombro? Cada cumpleaños es un año de vida de una existencia que, como escribió Heidegger, es arrojada, lanzada. 

Nadie preguntó a nadie si quería vivir. Se nace y de ahí la vida se convierte en un proyecto cuya fecha de término, si bien desconocemos, aparece como blanco al que se debe acertar. El carácter fáctico de la existencia, el hecho de que lo más importante que tenemos, nuestra propia vida, comience de esta manera, marca a todo lo que hacemos de fugacidad, de instantaneidad. “Consumiendo tiempo, siendo consumido por él”, dice Agustín en Las Confesiones. 

Como diría Machado, “Caminante, son tus huellas el camino y nada más/ caminante, no hay camino, se hace camino al andar”. O, si se prefiere, los versos de Segismundo que Calderón de la Barca escribió a los inicios de la Modernidad: “¿Qué es la vida?, un frenesí;/ ¿qué es la vida?, una ilusión, / una sombra, una ficción/ y el mayor bien es pequeño; /que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”. En la cena fúnebre en Altenburg, donde los ‘foies gras’ de Alsacia sucedían a los cangrejos y las truchas, los personajes de Malraux discuten sobre la vida a propósito del suicidio inexplicable del abuelo del autor. 

Uno de ellos comenta: “En lo esencial, el hombre es lo que oculta”. A lo que comenta un tío abuelo: “Un mísero montón de secretos”. El padre del narrador replica enérgicamente: “El hombre es lo que hace”. ¿Se puede conseguir de ese azar fundamental que somos, conseguir algo que esté más allá de actos que son siempre instantáneos como la vida humana en que se gestan? Somos un azar y reconocerlo es el comienzo de la humildad. Pero en ese azar y en el reconocimiento de que la existencia es tiempo, gestos, instantes, debe aparecer por la memoria el agradecimiento.