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Jaime Rumbea: Mucha teoría

Avatar del Jaime Rumbea

A fuerza de repetir las teorías nos las hemos creído tanto que nuestra política ya no se fija en lo que está pasando en la práctica

Cuando a uno le explican que los pueblos de antaño se sometían a la autoridad de sus reyes y líderes porque Dios o alguna otra divinidad justificaba su poder, se nos escapa inevitablemente una sonrisa.

 No cambian mucho las cosas en la teoría política moderna; los supuestos teóricos bajo los que operan nuestras democracias también son risibles: gracias a eventos electorales aquí y a allá, administrados por funcionarios políticos con intereses propios, la autoridad de los gobernantes sería renovada, guiada o ratificada por el humor popular expresado en el voto.

 En la práctica, sabemos hoy que las elecciones son sesgadas por eventos extraordinarios y ajenos al idealizado pueblo: la propaganda, la manipulación de la opinión pública o el asesinato de un candidato son ejemplos de cómo alguien, que no es el pueblo, puede sesgar elecciones.

Convengamos que el pueblo no tiene voluntad unificada, concreta, razonada, clara, consistente ni continua. La opinión pública no existe, decía Bourdieu, como un ente, diría yo.

Comprábamos por igual la teoría de que los reyes hacían con su mandato la voluntad de Dios, como compramos hoy en día la idea de que nuestros gobiernos democráticos cumplen un claro mandato popular.

 Cierto es que en momentos como el que vive nuestro país es más fácil para un gobernante alinear sus quehaceres con una interpretación de lo que quiere el pueblo de su mandato; hoy sucede con la seguridad. Pero aún en momentos como el actual, los márgenes de arbitrio que tienen el mandatario y su burocracia para tomar decisiones que trascienden las infinitas y dispersas necesidades e intenciones del pueblo, son enormes.

 Es ahí justamente donde encuentra espacio para proliferar invisiblemente la corrupción: en el abismo que persiste entre quienes son los conceptuales beneficiarios de nuestros sistemas de gobierno, sus preferencias y mandatos políticos, por un lado, y el aparato del Estado y sus operadores, por el otro. En ese espacio tan grande, en ese margen entre Dios y la tierra o entre el pueblo y el político de corbata en Quito, es en donde el billete compra el favor del Estado sin que nadie siquiera lo vea. Porque seguimos creyéndonos más la teoría que la práctica.