Columnas

Nada se pierde, nada se destruye: todo se transforma

La conexión entre probabilidades y el hecho que en el mundo natural del cual formamos parte todo se transforma (sin necesariamente perderse) está en la base de la ciencia social.

Como estudiante de postgrado tuve la fortuna de conocer e interactuar con gente de extraordinario calibre intelectual. Mi interés profesional era el área de la Economía del Desarrollo, y fui expuesto a las ideas de, entre otros, W. Arthur Lewis (Premio Nobel de Economía, 1976) y Albert O. Hirschman. Este último era “Intelectual en Residencia” del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. En un memorable trabajo, su primer director, quien fuera influyente en incorporar a Albert Einstein como profesor, propuso que la búsqueda de respuestas a temas profundos, motivada como es por la simple curiosidad y sin pensar en sus aplicaciones, no solamente contribuye a los más grandes descubrimientos científicos, sino a los más importantes avances tecnológicos. En sus propias palabras, es la utilidad del conocimiento inútil.

Hago esta introducción luego de leer un Ensayo de Michele Alacevich, profesor de la Universidad de Boloña cuyo título resume una argumentación poderosa: “De lo probable, a lo posible” y que interpreto con el enunciado de la primera ley de termodinámica, que es el título de esta columna.

Hirschman, con quien tuve oportunidad de dialogar, era un intelectual ubicado fuera del cajón de convenciones impuestas por el rigor de la teoría. Sostenía que el crecimiento debería ser desequilibrado (esto es, espontáneo y nacido de las fuerzas del mercado) y no equilibrado (planificado armoniosamente). Su pensamiento, que hoy se asimilaría a la posición de un social demócrata de mercado, fue la consecuencia de la vida que vivió luego de perder su hogar y su patria en la Alemania Nazi en 1938, habiéndose dedicado de inmediato a la labor de combatir a los fascistas italianos y lograr el rescate de 4.000 refugiados judíos, entre los cuales figuraron Marc Chagall y Hanna Arendt. Las experiencias del conflicto bélico, la reconstrucción de Europa, su intervención como consultor del Consejo de Planificación en Colombia (donde tomó el interés por los temas del desarrollo económico) y subsecuente trabajo académico lo ubicaron en la cima de la ciencia social (tal como el se refería a las diversas disciplinas) y lo desubicaron entre los economistas que mal lo aceptaban en su ecosistema de teoría neoclásica o keynesiana crecientemente rarificada por las altas matemáticas.

La conexión entre probabilidades y el hecho que en el mundo natural del cual formamos parte todo se transforma (sin necesariamente perderse) está en la base de la ciencia social. La incertidumbre es la constante; la planificación, un paliativo; las revoluciones, eventos pasajeros que tienen altos costos sociales y económicos; el fortalecimiento de las instituciones es sine qua non para el desarrollo; las voluntades individuales y la competencia construyen la prosperidad: son todas conclusiones evidentes, contrapuestas por la necedad, el resentimiento social o la ignorancia de la historia que también forman parte del drama humano. Navegamos en un mar de incertidumbre pretendiendo llegar a puerto seguro. Nos vemos entonces obligados a transitar de lo probable a lo posible, aceptando que los recodos del camino hacia el desarrollo están repletos de vericuetos: ruinosos unos, venturosos otros.