Columnas

De la libertad y las revoluciones

"John Locke en sus Dos Tratados de Gobierno, argumenta que los derechos naturales del hombre son el derecho a la vida, a la libertad (negativa se entiende) y a la propiedad"

Iasiah Berlín (1909 - 1997), uno de los filósofos de mayor consecuencia en el desarrollo de la doctrina liberal, nació en Letonia y emigró a Gran Bretaña, donde forjó una formidable reputación como historiador de las ideas, politólogo, educador, moralista e intelectual de renombre. Conceptualizó rigurosamente el estudio de la libertad, clasificándola entre negativa y positiva. La libertad negativa, propuso, es la ausencia de barreras, obstáculos o limitaciones en la práctica del libre albedrío del individuo. La libertad positiva, que en el marco liberal permite el ejercicio de la libertad negativa individual para realizarse dentro de la colectividad, reside en el ordenamiento legal como obra del poder político.

No obstante, existe una permanente tensión y eventual divorcio entre la libertad negativa y la positiva en los contextos ideológicos y políticos. El liberalismo presupone y se basa en la práctica de la libertad negativa pues, al ser el individuo el núcleo central (“la singularidad”) de la sociedad, su capacidad para ser, pensar, decir y actuar está por encima de la capacidad coercitiva del Estado para que el ciudadano realice su vida de acuerdo a los mandatos del gobernante. ¿Dónde están los linderos de la libertad negativa y positiva? La respuesta corta la tiene John Locke, quien en sus Dos Tratados de Gobierno, argumenta que los derechos naturales del hombre son el derecho a la vida, a la libertad (negativa se entiende) y a la propiedad.

Preguntado que fuera Chou En Lai, primer ministro de Mao, cuál era su opinión de la Revolución Francesa, su respuesta enigmática fue: ¡“Es demasiado pronto para dar una opinión”! Debo diferir. En los seis años transcurridos entre abril de 1789 y 1795, cuando en el barrio de Saint Antoine, en París, ocurrió el levantamiento que culminó en la toma de la Bastilla hasta la represión final que acabó con el régimen revolucionario, Francia pasó de ser una monarquía absoluta e incompetente al Reino del Terror. En ese mismo tránsito, la Declaración de los Derechos del Hombre, documento que consagró la libertad negativa, fue reemplazada por el ideario jacobino de Robespierre, Saint Juste, y Couthon, quienes llevaron a cabo la purga de los “enemigos de la libertad”, incluyendo sus propios corevolucionarios, dieron paso a la masacre de la Vendée y a la destrucción de Lyon por Coullot de Herbois que, no contento con el cadalso, puso a los rehenes contra el paredón y los hizo ametrallar a cañonazo limpio. Hébert, el ateo de entre ellos, pretendió descristianizar al país y para ello entronizó a la diosa de la Razón en Notre Dame. Todos los actores principales y de reparto perderían eventualmente sus cabezas en una orgía de sangre que es muchas veces ignorada y subestimada en la hagiografía que constituye la narrativa de la Revolución.

Del total de muertos en la guillotina más de 70 % fueron campesinos, 8 % sacerdotes y 12 % aristócratas.

La Revolución atacó la producción de alimentos y vituallas, congeló los precios, saqueó el tesoro y arruinó a Francia. Fue el laboratorio para las posteriores revoluciones de los soviets, partidarios de Mao, y seguidores de Hitler, todos quienes actuaron de acuerdo a su concepción torcida de lo que es la libertad.