Fernando Insua | La capilla de la discordia
A los creyentes no se les borra su fe con un decreto municipal
En plena decadencia del wokismo como movimiento cultural -no la lucha legítima por derechos, sino su versión más radical, impositiva y dogmática- seguimos viendo expresiones que no plantean un debate serio, solo buscan la polémica fácil a costa de creencias ajenas. No soy cristiano, pero justamente por eso entiendo que el respeto no depende de compartir una fe, sino de reconocer que cada comunidad humana tiene símbolos, espacios y sensibilidades que merecen consideración. El wokismo se volvió impopular en el mundo no por defender la igualdad, sino por pretender imponer una visión moral única, convirtiendo la disidencia en pecado y la crítica en herejía. Ese exceso lo llevó a su retroceso global: nunca lo vimos protestar en una mezquita para defender los derechos de la mujer, ni alzar la voz por causas verdaderamente difíciles, esas que no dan aplausos en redes sociales. Prefirió concentrarse en blancos seguros, polémicas de moda, batallas simbólicas que no cuestan nada y que garantizan escándalos para viralizarse.
Por eso no sorprende que en Quito, incluso en una capilla desacralizada, se use iconografía cristiana para montar un espectáculo cuya intención claramente era provocar. A los creyentes no se les borra su fe con un decreto municipal; las imágenes religiosas no dejan de ser sagradas porque el Estado cambie el uso del edificio. Y si el fin era transgredir, se lo pudo hacer sin tocar aquello que para millones tiene un valor íntimo e identitario. Pero es más fácil repetir el recurso gastado de ‘metámonos con lo cristiano, que eso siempre genera ruido’, que asumir debates de fondo o defender causas no populares. Ese wokismo trasnochado, más pendiente del impacto que del mensaje, termina debilitando incluso luchas que sí importan, que tienen que ver con la vida real y no con la búsqueda de aplausos fáciles.
La verdadera libertad no consiste en invadir el espacio del otro ni en despreciar lo que para muchos tiene valor espiritual profundo. La verdadera libertad implica entender que la convivencia democrática se basa en respeto recíproco, aun -y sobre todo- cuando no compartimos la fe, la estética o la forma de ver el mundo. En esa frontera entre arte, provocación y respeto está la medida de una sociedad verdaderamente plural y madura.