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Fernando Insua Romero | Entre botas y puños alzados

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Defender el derecho a la movilización implica también proteger a la ciudadanía de la coacción y adoctrinamiento

El Gobierno tiene una responsabilidad elemental: no descuidar el frente social ni permitir que la violencia en las calles se convierta en norma. El abandono de las demandas populares o la incapacidad para garantizar orden y seguridad incentivan frustraciones que se traducen en paro y ruido. Advertir sobre ese riesgo no es invitar a la provocación, es exigir al poder que actúe con prudencia y oficio democrático. La protesta legítima empieza por causas concretas -diésel, empleo, injusticia- y deriva en fuerza social cuando se siente escuchada. Lo inaceptable es convertirla en instrumento de coacción: obligar a comunidades o trabajadores a plegarse a paros, bloquear la libre circulación o amedrentar a quienes no se suman no tiene nada que ver con la libertad; es imposición. Peor aún cuando partidos que antes desdeñaban a los movimientos sociales financian movilizaciones; eso es cálculo político, no solidaridad. El financiamiento oportunista empobrece la protesta, la convierte en herramienta para que una minoría pretenda imponerse sobre mayorías que ya se pronunciaron en las urnas. Es un riesgo democrático que debe cortarse de raíz. También existe una matriz ideológica preocupante que toma la forma de instrumentalización: la lógica -heredada del mariateguismo- que usa estudiantes adoctrinados, sindicatos, círculos culturales radicalizados y barrios como trampolín para la toma del poder por fuera de vías democráticas. En Perú esa curva llevó a la violencia organizada. En Ecuador, con territorios permeables al narcotráfico y bandas, permitir que consignas extremas se mezclen con reclamos sociales aumenta el peligro de que surjan nuevas formas de violencia política e ideológica. No puede aceptarse ni la brutalidad ni el silencio estatal ante desigualdades, ni la manipulación de la protesta por parte de mariateguistas como método. Defender el derecho a la movilización implica también proteger a la ciudadanía de la coacción y adoctrinamiento que transforma universidades y calles en escenarios de conflicto permanente.

Ecuador necesita diálogo eficaz, instituciones que funcionen y castigo para quienes cometan delitos; no más trincheras. Justicia, sí; venganza ideológica, no. El país no puede permitir que los extremos definan su destino ni secuestren su futuro.