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Las máscaras de la violencia

Avatar del César Febres-Cordero Loyola

Lo que para algunos es una justa rebelión, para otros es vil terrorismo

El reciente estallido de violencia en Francia, provocado por la muerte de Nahel Merzouk, un joven ciudadano francés de raíces norafricanas, a manos de la Policía, nos ha puesto a discutir de nuevo sobre el racismo, la legitimidad del uso de la fuerza y los límites del derecho a la protesta.

No pretendo examinar de fondo en esta ocasión la muerte de Merzouk o los complejos trasfondos de la violencia policial y el racismo en Francia, sino las narrativas que se forman alrededor de la violencia social y política. Por la manera en que cada quien la ve de formas tan distintas, pudiéramos pensar que la violencia es un monstruo de muchos rostros.

Lo que para algunos es una justa rebelión, para otros es vil terrorismo.

Si para muchos el brazo castigador de los agentes del orden es una garantía de paz social, para tantos más es un instrumento diario de acoso y de represión. Más allá de si es justa o no, incluso discrepamos en si es espontánea o planeada desde las sombras.

Sin embargo, la violencia es en realidad siempre la misma: en principio innecesaria, en su resultado trágica, difícil de controlar una vez desatada, sea desde el Estado o desde el pueblo. Para sus víctimas, justos o pecadores, siempre tiene el mismo visaje terrible. Somos el resto, quienes la usan y quienes la observan desde lejos, los que le ponemos mil caretas distintas.

Recordemos por un momento la historia del Ecuador para ver lo arbitrarios que somos al asignar esas máscaras.

Pocos se ponen de acuerdo hoy en cómo interpretar la violencia de octubre del 2019 y de junio del 2022, pero casi todos exaltamos la masacre de los carabineros en 1941 (la Revolución Gloriosa) y muchos también los alzamientos de Portoviejo y Guayaquil en 1959, producto de los abusos de un capitán contra un conscripto que fue empujado al suicidio, y que terminaron con el ajusticiamiento de militares y pesquisas.

Vale la pena tomarnos el tiempo de pensar a fondo sobre dónde están nuestros estándares y valores antes de pasar un juicio adelantado sobre agentes o manifestantes.