Carlos Alfonso Martínez | El caso Montesinos y la prensa comprada del Perú

Cuando los medios olvidan que su deber es con la verdad y no con el poder, la mentira se convierte en política de Estado
El caso de Vladimiro Montesinos, asesor del expresidente Alberto Fujimori, fue mucho más que un episodio de corrupción estatal: fue una operación sistemática para capturar la conciencia de un país a través del poder mediático. Durante los años 90, mientras el régimen se fortalecía, una red de sobornos a medios y periodistas se extendió con precisión quirúrgica. Montesinos no compraba solo espacios publicitarios: compraba silencio, titulares y conciencias.
Con dinero proveniente de los fondos reservados del Servicio de Inteligencia Nacional (SIN), Montesinos entregaba sobres con miles de dólares a propietarios de canales, directores de diarios y figuras de televisión. Los videos que luego salieron a la luz -los infames Vladivideos- mostraban cómo algunos periodistas y dueños de medios firmaban contratos ilegales o simplemente recibían fajos de billetes a cambio de una línea editorial complaciente con el gobierno.
El resultado fue devastador: la prensa, que debía fiscalizar al poder, se convirtió en su brazo propagandístico. Los llamados ‘diarios chicha’, financiados con dinero público, se dedicaron a destruir reputaciones, manipular información y ridiculizar a la oposición. A la ciudadanía se le arrebató su derecho a la verdad y la democracia fue reemplazada por una ficción mediática cuidadosamente diseñada.
Cuando el sistema colapsó y los videos se hicieron públicos, la caída fue inmediata. Montesinos huyó del país, pero terminó capturado y condenado por malversación, tráfico de influencias y corrupción. Los periodistas y dueños de medios implicados también enfrentaron procesos judiciales: varios fueron condenados por cohecho y peculado, otros perdieron sus licencias o quedaron marcados de por vida. Las empresas que se prestaron al engaño fueron multadas o desaparecieron, incapaces de recuperar la confianza del público.
El caso dejó una cicatriz profunda. Recordó que la libertad de prensa no se defiende con discursos, sino con ética. Un periodista que vende su voz deja de informar: pasa a desinformar. Y cuando los medios olvidan que su deber es con la verdad y no con el poder, la mentira se convierte en política de Estado.
Hoy, más que nunca, Perú -y toda América Latina- debe recordar esta lección. Porque ningún gobierno autoritario llega tan lejos por sí solo: siempre hay alguien dispuesto a venderle el micrófono.