Beatriz Bencomo: El tercer adulto
Aunque este sea el momento más inconveniente del año para decirlo
En la mesa de todos los meses, el que no bebe alcohol debe explicarse. Pero es en diciembre cuando abstenerse suena más a traición. Y es que nuestras ciudades no beben por accidente. Beben por diseño. En Guayaquil, la ciudad construyó su sociabilidad alrededor del alcohol: el trago se vuelve pegamento social, moneda de pertenencia. Y el consumo adquiere dimensión ‘familiar’ cuando el límite lo perdemos en casa.
Mientras tanto, el mundo camina en otra dirección. En Estados Unidos y Europa, la Generación Z bebe un tercio menos que las generaciones anteriores. Hay bares sin alcohol donde se conversa sin anestesia previa. Y es como con alcohol, solo que sin resaca ni culpa.
Pero entre nosotros, la borrachera sigue siendo anécdota épica. “El sábado me hice pedazos”, se dice el lunes con orgullo. La resaca es medalla, no advertencia. Hemos confundido conexión con consumo, y esa confusión tiene dónde caer cuando hay dinero de por medio. El consumo desproporcionado se disfraza de sofisticación: vinos premium, coctelería, rooftops. No es ‘tomar’, es ‘cultura gastronómica’. Con capacidad económica se normaliza salir más, más eventos, más oportunidades para el exceso elegante. Pero el hígado no conoce de códigos postales y los niños tampoco. Hay algo mucho más delicado en juego en esta mesa de diciembre: los niños que aprenden que los adultos se vuelven otros después del tercer brindis. Que para pasarla bien hace falta alcohol. No se los enseñamos con palabras, se los enseñamos con nuestros cuerpos, con nuestras risas etílicas, con nuestras resacas maquilladas de cansancio. La transmisión es silenciosa pero eficaz. No heredan solo genes, heredan guiones de cómo se regula la emoción.
Mientras el mundo revisa su relación con el alcohol, mientras una generación entera elige la sobriedad como acto de autoconocimiento, aquí seguimos perpetuando la borrachera por costumbre. Seguimos enseñando a nuestros hijos que la vida se vive mejor con un trago en la mano.
La botella no es el problema. El problema es que se volvió el tercer adulto en la casa: siempre presente, siempre influyendo, siempre sin nombre. Aunque este sea el momento más inconveniente del año para decirlo.