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Arturo Moscoso Moreno | Un país roto

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La violencia, en las calles y en las palabras, se retroalimenta. Primero dejamos de escuchar. Luego dejamos de ver personas

Seis y media de la noche en una concurrida avenida. La gente cenaba, compraba, vivía. De pronto, un estruendo. Un vehículo explotó frente a un centro comercial, matando a una persona e hiriendo a varias más. El terror instalado en medio de la cotidianidad. Y no fue en una zona remota del país, fue en el corazón de Guayaquil, el puerto principal. Un atentado que no es un hecho aislado, sino un eslabón más de una cadena de violencia que no cede.

Mientras, el país acaba de atravesar semanas de paralización, con protestas intensas y, en muchos casos, violentas, enfrentamientos sangrientos y una polarización que mostró nuestras fracturas más profundas. En medio de la indignación legítima, surgieron también discursos de odio, el racismo más abyecto y una alarmante incapacidad colectiva para reconocer matices. O estás conmigo o estás contra mí. Así, sin zonas grises.

Es que la violencia, en las calles y en las palabras, se retroalimenta. Primero dejamos de escuchar. Luego dejamos de ver personas y solo vemos etiquetas que despojan al otro de su complejidad. Así se abre el camino para justificar cualquier cosa. Ya no debatimos ideas, simplemente nos odiamos.

Sin embargo, en medio de este panorama, todavía hay gestos que evitan el colapso total. Policías que evitaron una segunda explosión, periodistas que informan pese al riesgo y que no se venden, manifestantes que separaron la protesta del vandalismo, ciudadanos que tendieron puentes. Son pequeños actos, sí, pero que en tiempos oscuros, importan.

La pregunta es si los demás estamos a la altura del momento. Si podremos reconstruir la confianza mínima para vivir juntos, para escucharnos sin aniquilarnos, para enfrentar a los criminales sin convertirnos en su reflejo. Sin soluciones mágicas, solo la decisión persistente de no rendirnos ante el odio ni la desesperanza.

Porque más allá de los atentados y las consignas, lo que está en juego es algo más profundo: nuestra capacidad de seguir siendo una comunidad. De volver a reconocernos. De dejar de tratarnos como enemigos. Porque hoy, más que nunca, somos un país roto.