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Andrés Velasco | Cómo abordar el trecho de los títulos

En filosofía moral, una cuestión central es cómo y cuándo las personas llegan a merecer su destino en la vida

¿Por qué hostiga Donald Trump a la Universidad de Harvard y otras instituciones educativas de gran prestigio? La razón oficial es un supuesto antisemitismo, pero más de 600 académicos de Harvard, muchos de ellos judíos, creen que esta acusación es absurda. El bolsillo tampoco puede ser la razón. La educación superior es una industria muy exitosa que proporciona 4,5 millones de empleos en Estados Unidos. 

Dejar a esta industria sin clientes extranjeros al negarles visa es de locos. La verdadera razón es política. A un amplio espectro del electorado estadounidense le disgustan cada vez más las universidades y sus graduados. Darles en la cabeza a los académicos trae beneficios políticos, aun cuando resulte una pésima política educacional. 

Un cliché de la política estadounidense es que el populismo de Trump se nutre del abismo que separa a los arrogantes universitarios que hacen gala de títulos prestigiosos y los ciudadanos de a pie que con suerte terminaron la escuela secundaria. Libros con títulos como Polarizados por los diplomas: cómo el trecho de los títulos y la guerra cultural transformaron la política estadounidense] lo han demostrado repetidamente. 

Políticos como Hillary Clinton hicieron su parte al describir a los partidarios de Trump (muchos de los cuales no estudiaron en la universidad) como una “tropa de deplorables”. ¿Qué se puede hacer al respecto? Destruir las instituciones educativas de prestigio -como Trump parece querer- no conduce a nada. Los progresistas que detestan a Trump deberían tener una alternativa mejor, pero están acorralados por la historia. 

El ciudadano que trabaja duro y que cumple con las reglas del juego se merece un título universitario prestigioso, un empleo bien pagado, y una casa cómoda en un vecindario seguro. Pero esta postura contribuyó a crear otro problema: la arrogancia. 

El dilema del liberal contemporáneo es: si expresa muy poca fe en el mérito, parece traicionar al sueño estadounidense; pero si expresa demasiada fe, parece traicionar a quienes el sueño estadounidense dejó atrás, entre ellos los hombres blancos sin estudios universitarios que, sintiéndose menoscabados, terminaron votando por Trump. 

Las soluciones no van a requerir menos fe en el mérito y la responsabilidad, sino más. La ofensa más profunda que las elites pueden infligir a los menos afortunados es dudar de que son capaces de conducir sus propias vidas. Esa no es la manera de construir una sociedad de iguales. Las universidades tienen que tomar el mérito más en serio: se puede acusar a Harvard de que ha sido insuficientemente meritocrática. También debe desaparecer la absurda brecha en el estatus de los empleos manuales y los de cuello y corbata. 

No siempre fue así. Una de las primeras cosas que me sorprendió cuando llegué a EE.UU., hace muchos años, fue que el plomero que vino a arreglar el inodoro tenía un auto más grande que el nuestro y ganaba bastante más que mi padre, profesor universitario. En los últimos 25 años la tecnología cambió esta situación: los oficinistas con conocimientos de Word y Excel pasaron a recibir remuneraciones más altas que cualquier plomero o electricista. 

Pero es muy probable que en los próximos 25 años la tecnología opere en la dirección opuesta. La inteligencia artificial recopilará jurisprudencia mejor que el mejor asistente legal, interpretará los resultados de los exámenes mejor que el mejor radiólogo y codificará mejor que el mejor programador. En contraste, se remunerará cada día mejor a quien pueda reparar cañerías o cuidar a un pariente de avanzada edad. 

Un poco de honestidad ayuda mucho a reducir el problema de la arrogancia. Fui profesor de Harvard, y es larga la lista de los golpes de suerte que me permitieron llegar ahí. No decirlo sería violar el lema de Harvard: ‘veritas’, es decir, verdad.