Jesús vino en tiempos en que la humanidad más lo necesitaba, una época en que la vida casi no tenía valor. La Roma republicana y la posterior imperial, sometía a los pueblos vencidos a sufrimientos muy crueles. Se esclavizaba por deudas, se mataba y se torturaba por diversión o simple animadversión. Además, Tiberio resultó ser un pederasta que arrebataba de los senos familiares a los niños más agraciados para desatar su depravación. Reyes vasallos como Herodes y sus sanguinarios hijos, junto a procuradores perversos como Pilatos, eran parte del andamiaje imperial. La humanidad por sí sola no hubiera podido redimirse. Jesús vino a limpiar esa inmundicia, a desafiar al paganismo politeísta y a consolidar el monoteísmo abrahámico-hebraico; a hablar de amor, a privilegiar a los pobres con bienaventuranzas mientras advertía a ricos y publicanos por su insaciable avaricia. De haber llegado ahora, con seguridad Jesús habría sido procesado por terrorismo, rebelión, secesión y/o subversión. Él fue un líder, un hombre superior, sabio, pero, sobre todo, un Dios, que como hombre, desde la extrema pobreza y en menos de 3 años de gestión, marcó un antes y un después en la humanidad. Por más de dos mil años ha tenido miles de millones de adoradores esparcidos por todo el orbe. Vivimos tiempos aciagos, parecidos a los de la época de Jesús, en que a lo malo se lo llama bueno y viceversa. La gran fortuna es que en cada Navidad podemos volver a recibirlo y a redimirnos.
Henry Carrascal Chiquito