La queja malévola

Alguna vez leí en la parte posterior de un transporte: “Trabaja y no envidies”.

En mis años tiernos era muy difícil celebrar las festividades de fin de año comiendo pavo. Se dice que los mayas comenzaron a domesticar esta ave criolla, con el nombre de guajolote, 2.000 años antes que los aztecas, no solo para el consumo sino también para celebraciones y sacrificios.

En Estados Unidos se volvió tradicional celebrar el Día de Acción de Gracias poniendo un apetitoso pavo en sus mesas, y su cría y producción llegó a inundar ese mercado más allá de la demanda, abaratando los precios. Los nacientes supermercados locales llenaron sus perchas con productos congelados y una feroz publicidad. El prestigio que significaba ponerlo en lugar del cerdo o mondongo llenaba, más que los estómagos, el ego del convidador.

En la actualidad circulan por redes varios mensajes aduciendo que los ricos que sacaron provecho del feriado bancario cenarán pavo (a los otros que también se enriquecieron de manera sospechosa, no los mencionan) y que los pobres no tendrán qué cosa llevar para compartir en sus escuálidas mesas. Propaganda desafortunada por engañadora y embaucadora.

Aunque no soy partidario de innecesarios sacrificios de animales -peor de humanos- resolví hace poco tiempo el dilema del banquete navideño. Adquirí algunos pavos tiernos, pedí asesoría sobre sus cuidados y alimentación; comen desperdicios de vegetales y maíz. Están por las 15 libras. Pienso compartirlos con mis allegados. Lo mismo puede hacer cualquier ciudadano, sin importar su ingreso.

Alguna vez leí en la parte posterior de un transporte: “Trabaja y no envidies”.

Ricardo López González