La pandemia se llevó vidas pero no se llevó el amor

No fue ni será el millón ochocientos mil fallecidos que volaron hacia los brazos del Señor, ni los miles de millones de dólares...

Dedicado a los esposos Ab. Jorge Rodrigo Luna Torres y Lic. en Filosofía y Letras Judith G. Jijón de Luna, fallecidos en la pandemia, con intervalo de una semana (11-18 de abril de 2020, 53 años de unión matrimonial), en los momentos más álgidos de esta crueldad del destino.

No fue ni será el millón ochocientos mil fallecidos que volaron hacia los brazos del Señor, ni los miles de millones de dólares lo que hizo sucumbir las economías de todos los países del orbe, dejando regueros de miseria, angustia, hambre, impulsando en los inertes cuerpos humanos la separación de cada una de las fibras musculares que ya, sin la respectiva conectividad, hace imposible el movimiento de la estructura corporal, bloqueando las fuerzas para dificultar una respiración continuada y profunda. La COVID-19 ahoga. Además, ocasionó que las miradas palidecieran desde sus vacías cuencas, pero aun así, desde los exámines estertores de los fláccidos pulmones, un hálito de vida se aferraba en los enfermos, refulgiendo cual vibrante colibrí que va en busca del néctar de las flores. Los pacientes buscaban el néctar de la vida. La impotencia de luchar, ¿de luchar contra un desconocido?, nos hizo buscar la cuarentena en el hogareño refugio, correr hacia estancias hospitalarias en busca de la ciencia, en espera de una determinación feliz o fatal.

Nuestro planeta sincronizadamente continuó sus rutinarios movimientos, pero ahora ya sabemos a profundidad y experiencia que sin la desaforada presencia humana, el planeta azul estaba obteniendo una micropartícula de prístina pureza, de esa pureza perdida bajo las pisadas de las huellas humanas. Se expusieron abiertamente animales de la selva a paso de “vencedores” por calles, plazas y portales de las grandes ciudades. La fauna está feliz, se oía decir. La flora, el aire, los ríos bailaron al unísono del canto sonoro y dulce de las aves, y al compás del tenue y aromático sabor agridulce de la tierra interpretaron un concierto sinfónico de sueltas melodías al acallarse los estruendos de las grandes fábricas, de las grandes minas, de las grandes petroleras. Sin alcanzar a comprender el porqué de esta tragedia, con asombro podemos aseverar que esta pandemia se llevó el miedo que teníamos a la muerte, entregándonos como legado la sapiencia de que somos un producto terrenal y como parte sustancial de ella tenemos que aprender a convivir en perfecta armonía con nuestra madre naturaleza.

César Jijón S.