Cartas de lectores | Dios dispuso que no fuera así

En conclusión: el mejor médico es Dios. Gracias a Él, mi madre y yo sobrevivimos

Los educadores de la universidad Católica tienen claro que ciencia y fe deben complementarse, pero en la realidad muchos científicos o galenos parecen ensimismados entre jarabes, grageas y pastillas, sin lograr ser visionarios y obsesionados en productos químicos que presuntamente ofrecen solución a las enfermedades humanas.

Ciertos médicos son reacios a optar por opciones válidas; por ejemplo, se ha descubierto que las nueces son reguladores cardíacos naturales que pueden ser una alternativa junto a una buena alimentación y caminatas. No obstante, sus métodos tradicionales parecen limitarse al lucro, mientras que los homeópatas han salvado a una clientela que acude con optimismo y esperanza.

¿Es conveniente ingerir pastillas con efectos secundarios? Se vuelven tan reacios que exigen que los cardíacos se sometan sin cuestionar. Yo desafié la medicina tradicional y gané una vida más llevadera: sobrevivo con jugo de guanábana, sopa rusa y nueces. Mediante la homeopatía y la acupuntura, mi madre pronto cumplirá ochenta y tres años; ella tampoco confía en la medicina tradicional y ha recibido salud y felicidad de una homeópata.

Es cierto que las tradiciones tienen importancia, pero he comprobado que vivir en la playa puede sustituir realidades citadinas que limitan la vida. Hemos vivido sin depender exageradamente de una medicina tradicional cargada de fármacos con efectos secundarios, mientras la medicina natural puede devolver la salud.

El negocio farmacéutico es rentable y mueve grandes sumas; es justo que los médicos cobren, pero no siempre es justo gastar en químicos que dañan la salud. ¿Sería mejor optar por alternativas válidas? ¿Son incompatibles la ciencia y la fe? Tal vez los médicos deberían admitir que los milagros existen.

En conclusión: el mejor médico es Dios. Gracias a Él, mi madre y yo sobrevivimos. Es necesario meditar sobre el poder de la fe y el de la ciencia. Deberíamos estar en el cementerio, pero Dios dispuso que no fuera así. ¿O no?

Eduardo E. Jiménez