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La vulnerabilidad y sus costos

La circunstancia ecuatoriana es de alta vulnerabilidad. Lo percibimos en lo económico cuando, por séptimo mes consecutivo, caen los precios con los consecuentes costos que ello acarrea para los sectores productivos. Se torna evidente en un gobierno que actúa con las manos atadas, no tan solo por causa de “la mesa no servida” sino por el retraso en proponer un esquema de plan económico que da un atisbo de dirección, pero no muestras de claras definiciones. Es motivo de preocupación por nuestros compatriotas que sirven de rehenes y por los soldados heridos en combate, por los bombazos que a diario se suceden en Esmeraldas, y por el serio desafío a la seguridad nacional que los actos de violencia y terrorismo representan. Lo experimentamos, finalmente, en el “diario vivir” de las familias ecuatorianas que ven cómo se desvanecen las oportunidades de empleo productivo, caen sus ingresos, suben sus deudas, y se pierden las esperanzas de mejores días.

Es el rostro de una dura lección que, si de ella no dejamos constancia, entonces perderemos la memoria colectiva de la concatenación de eventos que nos llevaron hacia allá. No obstante la complejidad de los fenómenos existe el principio de que quien ejerce la autoridad acarrea con la responsabilidad. Debemos recordar, además, que la economía siempre pasa la cuenta. No se trata de un estribillo pues su resonancia es amplia. Podemos, por ejemplo, argumentar que el manejo que se dio a las Fuerzas Armadas a lo largo de una década tuvo no solamente el efecto de debilitar su equipamiento y formación, sino que, al afectarla moralmente, creó las circunstancias para sentirnos en la indefensión ante el incipiente terrorismo. El haber coqueteado con las eufemísticamente denominadas fuerzas subversivas en Colombia nos introdujo e hizo parte de un conflicto ajeno. La laxitud con la que se ha tratado el tema del narcotráfico nos ha ubicado en la mira de los carteles. El mal manejo de los ingresos fiscales nos ha dejado a todos, y no solo al gobierno, con las manos atadas.

Si los gobiernos y sus actores son incapaces de cumplir las funciones que la autoridad del soberano les ha delegado, su ineficacia constituye traición al mandato, y su legado es de miseria, violencia, estancamiento y pérdida del bienestar.