
Vivir como los primeros cristianos
La familia Kuepfer vive en la zona rural de Bucay. El clan, que llegó a Ecuador a transmitir su fe, no tiene internet o televisor. Los padres educan a sus hijos en casa.
La campana suena a las 05:30. El rítmico tintineo trae consigo la mañana y los primeros rezos.
En el altillo de la casa en la que viven desde 2014, Grace, de 14 años, se pone el largo vestido y el velo que cubre su cabello.
Los familiares pasos le anuncian que sus padres se han levantado, que Martha, su madre, ha empezado a hervir el café. Pronto deberán salir a alimentar a los terneros.
La rutina siempre fue igual, incluso antes de que Conrad Kuepfer, el jefe de familia, quedara en coma tras una compleja enfermedad y, ya recuperado, mudara a la familia a otro continente; a ese húmedo y boscoso paraje del Guayas donde levantaron la casa de ladrillo que hoy por hoy llaman hogar.
En aquella época vivían en Tennesse, EE. UU. y la finca, de año en año, se cubría de nieve. Cuando era época de cosecha, cultivaban manzanas y Kuepfer faenaba el ganado para vender carne orgánica.
Pero en la Costa, las manzanas no crecen. Tras una primera y fallida cosecha, el patriarca decidió hacerle caso a los vecinos, esos otros campesinos que, con milenaria sabiduría le hicieron entender a señas, pues su español no daba para más, que la arcillosa tierra bucayense era ideal para el verde, el guineo y el orito, no para esa fruta de clima frío.
El peregrinaje a esa cálida tierra empezó como un sueño. “Siempre quise vivir en América Latina, en un país hispano, donde podía llevar la palabra de Dios”, afirmó a EXPRESO. Hasta la pequeña capilla de los cristianos primitivos, bajo cuyos preceptos fueron criados, retornaban otras familias cargadas de historias de las misiones que realizaban en rincones lejanos.
Estos, de la misma rama de la fe que los anabaptistas, menonitas y amish, viven para servir al Señor. Conservan las tradiciones de los primeros cristianos, los atuendos modestos, la labor de la tierra y alejan de sí a la tecnología y los artilugios del mundo moderno.
Por ello, no tienen ni televisión ni internet, apenas un celular con el que mantienen contacto con sus parientes.
El dinero, confirma Kuepfer, es una tentación. “Tenemos lo necesario para vivir. La verdadera riqueza la conoceremos en el cielo. Quizás la vida era más fácil en Estados Unidos, pero aquí estamos transmitiendo el amor de Dios a otros”.
Hoy el terroso y desigual camino que lleva hasta el terruño de la familia está rodeado de los frutos que Conrad transporta hasta Cumandá a vender. También hay ganado, dos piscinas de tilapia y el queso que Martha y las niñas; Grace, Mireya, Caridad y hasta Katriell, de solo 4 años, prepararán.
Pero eso no sucede hasta la tarde. Terminado el desayuno, las oraciones y los primeros quehaceres en el campo, las pequeñas toman sus lugares en el salón de clases ubicado en el primer piso de la casa.
Ahí Yulanda Wright les dicta clases de los libros que piden directamente desde Estados Unidos. Matemáticas, Gramática y Religión forman parte de las asignaturas. Estudian en casa para no contaminarse con los vicios del mundo exterior.
La docente, de 32 años, llegó a la familia hace seis meses, tras culminar una misión en Bolivia. “Es mi vocación. Ayudo a las familias que migran, enseño a los niños. Nosotros no solemos ir a la universidad. Conservamos nuestras tradiciones y buscamos vivir bajo los preceptos de los primeros cristianos”, recalca.
Las clases terminan a las 13:00. Después del almuerzo, el aula se convierte en taller. Ahí las jóvenes dibujan, bordan y cosen sus propios vestidos. Son trajes largos, en colores pasteles que cubren casi todo el cuerpo. Es una cuestión de modestia, aclaran.
Cada una tiene un talento. “A mí me gusta preparar dulces, el cheesecake sobre todo”, dice risueña Mireya, de 12 años.
Hace dos años, esos bocadillos los salvaron de la pobreza absoluta. Las cosechas no habían ido bien y, con solo $ 35 en los bolsillos, Kuepfer consideraba volver a casa. Pero los vecinos los convencieron de vender sus postres en una cafetería junto a la estación del tren, un sitio preferido por los turistas de fin de semana.
Una bendición, recuerda Martha. “Fue un designio de Dios”. Ahora, la misión está creciendo. Una nueva familia acaba de instalarse en otra finca a pocos kilómetros de ahí y dos más llegarán a fines de año. Ellos, además, se han hecho un espacio en la comunidad. La mujer sonríe orgullosa. “Nuestros dos hijos menores son ecuatorianos”.
Ethan, de 2 años, nació en Guayaquil. Jeremy, en cambio, nació hace tan solo tres semanas con ayuda de su padre. No tuvieron miedo, comenta Martha. “Con otros cinco hijos, ya conocemos la rutina. Estábamos preparados para el parto”.
La vida en la finca termina pronto. Cerca de las 18:00, las niñas ayudan a su padre a alimentar a las tilapias y a encerrar a las vacas.
Se cena temprano, con el pan que Martha hornea durante la tarde.
Cuando la comida termina, la familia se sienta y conversa. Hay historias bíblicas para los más pequeños, versículos y rezos para los adultos. Las luces se apagan antes de las 21:00.
Los fines de semana, comenta Grace en su español con acento de sierra, son más divertidos. “Compartimos con los vecinos. Llevamos canciones. Es muy bonito”, sostiene la adolescente. A veces, si hay sol, también bajan hasta el río Changué Grande con canastillas de pícnic a pasar la mañana.
La familia también suele viajar a Pedernales, donde llevan libros con cuentos bíblicos a las víctimas del terremoto de 2016. Es una labor que realizan mes a mes y que esperan extender a otros sectores de la provincia.
No saben qué les deparará el futuro. Pero Kuepfer es optimista. “En Bucay hay mucha armonía y mucho amor. Nos queremos quedar, continuar aquí nuestra iglesia, que la comunidad crezca, que las niñas puedan entablar sus propias familias”. Pero no se aferran. Ellos irán a donde Dios los lleve.
Una fe presente en América Latina
Los cristianos primitivos son una corriente derivada de la fe anabaptista. Llegaron a Estados Unidos a inicios del siglo XVIII y se instalaron, sobre todo, en la costa este de ese país. Con el fin de transmitir su fe y vivir en comunidades alejadas de las influencias del mundo moderno, muchos migraron a América Latina a inicios del siglo XIX. Actualmente, las comunidades más grandes del continente se encuentran en Bolivia, Argentina y Paraguay. Allí suman más de diez mil integrantes y viven de la agricultura y de la elaboración de queso. A diferencia de grupos más extremos, como los amish, los cristianos primitivos no rechazan todos los aspectos de la tecnología. Utilizan la luz eléctrica, pueden manejar y usar teléfonos celulares. Estos artilugios, sin embargo, deben servir para impulsar su fe, no para distraerlos de ella.