Verde en la ciudad

Por estética, por plusvalía, por temperatura, por salud y por conciencia ambiental. No se entiende que Guayaquil sea una ciudad abiertamente gris que ha sustituido, sin cálculo climático ni monetario, sus frondosos árboles por asfalto. Las palmeras entraron como guiño a quien reclamaba plantas, pero siquiera cumplen con la función ornamental.

Las zonas urbanísticas más lujosas en otros hemisferios no están formadas por una secuencia sin fin de hileras de casas, apostadas a los lados de una bulliciosa carretera, y rodeadas de una formación de agua que no es disfrutable para el recreo ciudadano. No. La tranquilidad, el silencio, escuchar las hojas de los árboles moverse con el viento en lugar del reguetón del vecino, mirar por la ventana y no ver nada más que verde... Todo eso se paga. Vale mucho. Es calidad de vida.

Más aún sería en una ciudad de clima tropical, con emisiones de rayos ultravioleta a altos niveles y con penetrantes horas de sol. La población arborícola de las ciudades sirve de refrigerio, a través de su sombra, para el asfalto, para las viviendas y para el caminar del peatón. Sin olvidar el aporte de belleza y de atractivo turístico que les acompaña cuando se respetan los ecosistemas que conviven con cada especie.