La vanidad no lee los tiempos
La capacidad para interpretar la dinámica de los escenarios políticos no suele ser un atributo de las mentalidades autoritarias. Para ellas lo determinante en sus decisiones no es la objetividad sino la vanidad, la prepotencia y la soberbia. La venida de Correa es una clara demostración de esto. Llega cuando en el sentimiento popular aún están presentes las razones de un masivo rechazo, y cuando se ha posicionado en el imaginario colectivo la convicción de que los diez años de “revolución ciudadana” son una experiencia que nadie, en sus cabales, quiere volver a vivir.
En las tomas de su arribo aparece un ciudadano acompañado de muy pocas personas y él mismo halando su maletín. Su público se ha esfumado, su desplazamiento ya no está precedido por el sonar ensordecedor de las sirenas, los centenares de guardaespaldas que lo custodiaban brillan por su ausencia y los gritos de sus fanáticos se han reducido a incipientes y casi silenciosos “vivas”. Convoca a ruedas de prensa en el local partidario ubicado en el centro de Guayaquil y, a diferencia de lo que ocurrió hasta hace nueve meses, las calles están abiertas, los vehículos pueden circular sin ningún contratiempo, y el verde dominante y agresivo de las camisetas “militantes” ha cedido al gris de los espacios vacíos. El antiguo aquelarre ha sido reemplazado por un deprimente cuadro, con un casi vacío balcón en que asoma él con no más de dos de sus incondicionales, saludando a solo cien concurrentes, desganados y sin ninguna emoción.
El otrora líder ha sufrido un gran chasco. Pero como es porfiado y vehemente, ha decidido armar una audaz estrategia: victimizarse. Para ello, pretendió utilizar el juicio en contra de su compañero detenido y procesado, intervenir como testigo central, y lograr que los medios de comunicación, de dentro y fuera, cubran profusamente el sainete. No lo consiguió, pero hará todo a fin de convertirse en actor, dotado de justificadas y amplias razones, para demandar a un Estado que, según él, lo persigue y acosa.