Los tuneles del miedo
Los asaltos se producen a ambos lados del puente que discurre bajo el corazón del cerro Santa Ana, cerca de los semáforos situados entre el malecón Simón Bolívar con la calle Loja y el cruce de la avenida Pedro Menéndez Gilbert y la plaza Dañín, en la
Sergio Mora acumula ya 80 inviernos a sus espaldas. Pero la edad no le ha librado del miedo. Prefiere no recordar la fecha de aquel asalto, en que dos tipos lo encañonaron a la puerta de su humilde tienda. Le robaron una cadena, un anillo... “Tenía un poco de plata para unos depósitos, pero no me la quitaron. Pasé mucho miedo”, destaca.
“Cuando veo a alguna señorita hablando por el celular, le digo que no provoque al ladrón y que entre a la tienda. Esto viene dándose sobre todo desde hace unos ocho años. Ahora ya nadie sale en la noche. Todos nos quedamos en casa. Es peligrosísimo. La gente que va a Solca, por ejemplo, sufre cuando sale en la noche”, remarca a EXPRESO parapetado tras las verjas que protegen su negocio, colocadas poco después del robo.
Los asaltos se producen a ambos lados del puente que discurre bajo el corazón del cerro Santa Ana, cerca de los semáforos situados entre el malecón Simón Bolívar con la calle Loja y el cruce de la avenida Pedro Menéndez Gilbert y la plaza Dañín, en la Atarazana, también regulado. Los conductores bajan los seguros de sus puertas cuando se ven obligados a detenerse. Algunos como Fausto Toledo, taxista de 47 años, asegura que extrema la precaución al llegar al punto. “Claro que tengo mucho más cuidado. Acá es cosa seria”, apunta.
Entre medio hay unos dos kilómetros de carretera sin señales que obliguen a detener la marcha.
Quienes residen en este punto de entrada a la Atarazana sostienen que algunos ladrones son conocidos ya en la zona. “Ocurren a cualquier hora”, añade Sergio. Los de más bajo perfil incluso duermen entre las tripas del paso a desnivel, donde abundan los cartones y fundas con ropas viejas. Pero no los vendedores ambulantes, cuya presencia intenta evitar un policía metropolitano, el único agente en el lugar. “La seguridad no es cosa nuestra, pero si hay un incidente, claro que intervenimos”, señala.
Otros, más sofisticados, emplean motos para acercarse a los carros que se detienen por culpa de los atascos. Pero hay algunos que incluso operan con dos autos, que se cruzan a lo largo de la vía cuando siguen a alguna persona que porta plata. “Agarran las llaves del vehículo y las arrojan. Luego huyen”, comentan dos moradores que prefieren no desvelar su identidad.
Digna Mazzini, de 38 años y cuyos padres fueron de los primeros en instalarse en la Atarazana, regenta un restaurante. Pero lo cierra pasadas las 15:00 por miedo, precisamente, a los malhechores. Ella, que trabaja resguardada por unas rejas al igual que Sergio, ha sido testigo de muchos asaltos. “Vi cómo unos motorizados tiraban a un chico, le apuntaban con pistolas y le robaban el celular y algo de plata. A una abuelita le hicieron lo mismo para quitarle un monedero de seis dólares, se llevan llantas de los carros... Si no consiguen lo que quieren, te pueden dejar muerto. El robo está a la luz del día incluso. Aquí debería haber vigilancia permanente. Y no existe”, sostiene.
Ella, para evitar problemas, no duda en brindar comida a algunos muchachos drogadictos que frecuentan los alrededores. Pero otros “son muy atrevidos” y no buscan solo un poco de pan. “El alimento no se mezquina. Solo abro las puertas”, comenta.
Quienes acuden a Solca en busca de esperanza y un remedio para sus males también sufren la ira de los criminales. Víctor Vásquez, de 61 años, y Pedro Sánchez, de 62, caminan hacia la casa de salud “con los ojos bien abiertos”, siempre atentos por si se aproxima algún extraño. “La delincuencia es más atroz ahora que llegan las Navidades”, indica Víctor. “El problema es que a Solca arriba gente de todo Ecuador, que no conoce el lugar y se confía”, agrega el segundo.
A dos kilómetros, en la calle Vernaza, cerca del punto donde comienza el puente, José Francisco Peña, un cuidador de carros autorizado de 44 años que ejerce desde hace una década, intenta no pensar demasiado. Tiene cuatro bocas que alimentar, así que no puede permitirse el lujo de sentir tristeza. Él y sus dos hermanos trabajan desde las 07:00 hasta las 03:30 y ya están acostumbrados a ver cómo sustraen retrovisores, llantas... “Hay que estar muy pilas o luego mis clientes me reclaman. De noche es muy peligroso y está muy oscuro”, admite.
Aquella noche, a eso de las 23:00, vio cómo tres tipos “bien vestidos” trataban de abrir un auto con un destornillador. Francisco, sin dudarlo, se abalanzó contra el individuo que acababa de introducir un destornillador en la ranura de la llave. “Me clavó el desarmador en el costado derecho y empecé a sangrar. Pero al menos huyeron en un carro. Yo avisé a la Policía Nacional, pero los pillos ya se habían ido cuando los agentes llegaron”, rememora.
Una prima de José Francisco se encargó de curar su herida. Pero mañana volverá a enfrentarse a los mismos peligros que hoy. No le quedará otra opción” que “rezar a Dios” para que los criminales no se ensañen con él: “Tengo que pagar 90 dólares de arriendo. ¿Qué más puedo hacer?”.