
Los tres terremotos de Isaias
La catástrofe no cambió los planes de la familia Pablo Dueñas, que decidió quedarse en Manabí para enfrentar la vida junto a un niño con síndrome de Asperger
Alina Manrique
Especial para EXPRESO
Es abril otra vez y en Bahía de Caráquez hay lodo, escombros y silencio en casi todas las esquinas. Cielo gris y veleros quietos en el estuario. Los puntos de referencia ya no están donde solían antes del terremoto y son reemplazados por el puente a San Vicente y el único centro comercial de la ciudad que no tiene cine. Pero la casa de los Pablo Dueñas, tras el remezón del 16 de abril de 2016, sigue en pie a pocos minutos de la iglesia La Merced. Tantos vecinos se han ido en el último año y, sin embargo, el hogar de Manuel y Eliana tiene una fuerza centrífuga irresistible: el amor por Isaías, el menor de sus dos hijos, quien tiene síndrome de Asperger.
Es un muchacho de 18 años alto y de cejas pobladas. Sonríe tanto y tan a menudo que sus ojos se vuelven dos rasguños brillantes, especialmente cuando su hermano Mateo, de 21, está cerca. Hoy la familia celebra que Isaías es el primer alumno con Asperger que se gradúa del colegio Interamericano, en Bahía. “Es un logro de la familia porque nosotros somos una familia autista, no tenemos un miembro autista”, dice Eliana con determinación.
Llegar hasta aquí no fue sencillo para ninguno de los cuatro. “No es lo mismo ser un bicho raro en la gran ciudad que ser un bicho raro en un pueblo chico”, argumenta. Cuando llegó el día en que debía matricularlo en la escuela, Isaías usaba pañales y Eliana tenía el corazón desgarrado. Ambos temblaban. Su primera experiencia como madre la hizo sentir que tenía todo bajo control en su vida obsesionada con la perfección... La segunda desbarató todo lo que sabía.
En Ecuador no hay estadística relevante sobre el autismo ni centros públicos para la atención de los pacientes, generalmente diagnosticados a partir de los 18 meses de edad. Pero la Secretaría Técnica de Discapacidades se ajusta a las cifras de la Organización Mundial de la Salud, que indican que 1 de cada 100 niños tiene algún trastorno del espectro autista.
“Cuando te toca a ti empiezas a vivir en la dimensión desconocida. Yo sabía que algo pasaba, pero no podía explicarlo. Por cómo le molestaba que yo encendiera la luz y le diera la sopa tibia, por su silencio, por la flacidez de su cuerpo. Cuando fue diagnosticado definitivamente con Asperger, mi cabeza estaba llena de estereotipos. Pensé en películas como ‘Rainman’”, recuerda con voz quebrada. “El autismo me silenció por mucho tiempo. Después me enseñó a hablar de él”.
Consideraron la opción de separarse y emigrar para que el niño estudie su primer año lectivo. Manuel y Mateo se quedarían en Bahía y Eliana iría a buscar escuelas en Guayaquil para Isaías. Soñaba con la tierra prometida en la que no tendría que explicarle a nadie, una y otra vez, lo que había sido el primer gran terremoto en su vida.
Pero como muchas personas con Asperger, Isaías se sujeta de patrones, de rutinas, de cosas seguras. Esta familia decidió quedarse a enfrentar la realidad.
Eliana y Manuel no fueron a exigir que se cumplan sus derechos, sino a suplicar ayuda... y a enseñarle al que quisiera oír lo que ellos estaban aprendiendo día a día con su hijo. Organizaron decenas de seminarios para profesores y estudiantes, para que pudieran manejar sus crisis de ansiedad en clases.
“Un día volvió del colegio con jabón en su boca, a los siete años. Otro día llegó con los dedos torcidos, porque él mismo lo había hecho en su desesperación por comprender códigos sociales. Pero nunca lo vimos como víctima. Nunca buscamos al culpable. Encontramos la fuerza para vivir en un mundo que no está hecho para él. Aprendimos a ser humildes”.
Después de nueve años llegó abril, una vez más. Era 2014 y la columna vertebral de Isaías se había hecho tan convexa, que su espalda formaba un arco cerrado. Tenía una cifosis severa que ponía en peligro su vida.
Eliana y Manuel buscaron a los mejores traumatólogos de Manabí y del país. La mayoría le prometió presupuestos que nunca llegaron y ellos estaban dispuestos a vender todo lo que tenían para costear cualquier operación. Al exponer su caso en redes sociales, una amiga la contactó con un grupo de pediatras estadounidenses, los Shriners. Lo operaron de forma gratuita, corrigiéndole la columna vertebral con 22 tornillos de titanio y barras de cobalto. Una cicatriz de más de 25 centímetros le recuerda a su madre esa embestida del azar.
El momento más duro para Eliana e Isaías fue cuando dejaron el hospital para volver a casa y levantarse de este segundo terremoto que alteró su rutina. Las mamás de otros pacientes, niños con parálisis cerebral o múltiples dolencias, los acompañaron con lágrimas hasta la puerta del taxi, agradeciéndole a Isaías por haberlas consolado. A pesar de tener un trastorno del espectro autista, a él le importa mucho la gente.
Porque ningún otro alumno se paraba en la puerta del colegio a saludar a todos los que entraban. Nadie conocía como él los nombres de todos los estudiantes de preescolar (su lugar favorito en el Interamericano). Quizás nadie más notaba si un estudiante de otro paralelo faltaba una semana. “Para mí hay mucha gente paisaje, que uno simplemente no nota, no determina. Isaías conecta en otro nivel con todos los que entran a su vida. Por eso aprendo de él”.
También fue un aprendizaje distinto para sus compañeros, hoy flamantes bachilleres. La competitividad, tan de moda en el entorno educativo, cedió paso a la solidaridad, al lenguaje de la tolerancia que no tiene cabida en ninguna malla curricular.
Gracias a quienes lo amaron sin conocerlo, a quienes esperaron por él aunque fuera más lento, Isaías tiene recuerdos colegiales. Para muchos padres, el momento de la graduación es un hito previsto, una conquista esperada. Para Manuel y Eliana, la graduación de Isaías fue un milagro.
Este abril es agridulce. Están tocando puertas en universidades de Manabí para estudiar Biología, tomando en cuenta lo mucho que disfruta Isaías de ir a pescar en Cojimíes con su padre, viendo el amanecer. “Traemos pargo, robalo y chanchito”, revela Isaías, haciendo que Manuel sonría. Pero el miedo subyace en su gesto... dejará de ver a sus compañeros, que irán a estudiar a otras ciudades, a otros países. Dejará de ponerse el uniforme. Nuevo entorno, nuevos compañeros, nuevas rutinas. Un nuevo cisma en su vida.
Listos para el nuevo impacto de cambios
“Tenemos que dar un salto de fe. Nos quedaremos en Bahía para resolver cualquier cosa que se presente. Hemos llegado lejos, más de lo que imaginamos y no hay por qué detenerse”, dice Eliana Dueñas, como animando a su familia, hablando como el director técnico de un equipo de fútbol a los jugadores. De repente, Isaías pasa revista del club favorito de cada miembro de su familia. Confiesa que es seguidor del Real Madrid y de Emelec. De este último, su jugador favorito es Gabriel Achilier, “pero ya no está en el equipo”, se corrige, en tono desanimado.
El impacto de los cambios se magnifica en el universo de una persona con trastornos del espectro autista. Por eso, para esta familia la primera opción (aun después del terremoto) es quedarse en Bahía de Caráquez. Caminar por la calle Hurtado y comer con sus amigos en El Rey del Burrito es más divertido para Isaías que ir a Disney. Quiere aprender cosas nuevas sin que nadie se las regale. Él no necesita selfis para recordar ciudades, ni varios pares de zapatos, ni más de un reloj, ni lecciones privadas de piano para reproducir la música que le alegra el corazón.
“A todo padre le persigue la idea de qué-pasará-cuando-yo-no-esté”, admite Eliana. Cuando se trata de los hijos, de otro ser humano que trajiste a este mundo, no hay certezas. No puedes protegerlo para siempre, sino hacer lo mejor que puedas y confiar. Al menos en eso, todos somos iguales.