El intento separatista catalan

En la incertidumbre que siguió al caótico referendo independentista de Cataluña, el presidente del gobierno regional catalán, Carles Puigdemont, quiso quedar bien con Dios y con el diablo. Su muy esperado discurso ante el Parlamento regional, en el que había prometido declarar la independencia, terminó convertido en un confuso intento de aplacar a sus aliados nacionalistas radicales de Candidatura de Unidad Popular (CUP) sin enemistarse más con el Gobierno central en Madrid. No logró ni lo uno, ni lo otro. Declaró un Estado catalán “en la forma de una república”, pero inmediatamente “suspendió” la declaración, para permitir negociaciones con el Gobierno español. Para este, el discurso de Puigdemont fue una declaración implícita de independencia, y para la impaciente CUP, una traición inadmisible. Ahora es muy probable que el Gobierno central invoque el artículo 155 de la Constitución española, que le permite tomar control directo de Cataluña, lo que indudablemente alentará más agitación civil en toda la región. Históricamente, la independencia nacional suele ser resultado de procesos de descolonización violentos, incluso cataclísmicos. Los nuevos Estados nacen casi invariablemente en un contexto de sangre, sacrificio y privaciones. En el caso de la antigua Yugoslavia, los Estados independientes surgieron de una guerra civil que incluyó un genocidio. Las naciones esclavizadas también recuperan la soberanía cuando fracasan los Estados y se derrumban los imperios. Rupturas amistosas, como la de Checoslovaquia, o la que separó a Noruega y Suecia, son una rareza histórica. El intento independentista de Cataluña carece de un impulso revolucionario convincente, como el de los movimientos nacionales a lo largo de la historia. Tras la reciente oleada nacionalista en Cataluña hay demandas reales, y otras imaginarias. El proyecto independentista refleja ante todo extravagantes sueños de grandeza de las élites catalanas y una actitud soberbia hacia los supuestamente inferiores españoles. Esas élites deberían preguntarse si sus partidarios de clase media serán capaces de soportar bloqueos, fuga masiva de capitales (que ya se está produciendo), caída del nivel de vida y enemistad simultánea con España y Europa. El permanente ímpetu separatista parece derivado más que nada de la excitación y los actos reflejos de algunos líderes catalanes. Nunca, ni antes ni después del referendo independentista, ofreció alguno de ellos una explicación articulada de por qué es necesario un Estado catalán separado o de cómo sería. Ninguna nación puede obtener la independencia sin el pleno respaldo de su población. Cataluña se encuentra dividida a partes casi iguales en torno de la cuestión, como no se veía desde la Guerra Civil Española. Solo 43 % de su población votó en el referendo, al que incluso la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, partidaria de un Estado catalán, cuestionó como base para una declaración unilateral de independencia. Cada papeleta no colocada en las urnas puede interpretarse como una protesta contra el referendo y como un voto por la unidad con España. Hace mucho que el país se debe una renovación de su “statu quo” político y constitucional; tal vez el país entero salga fortalecido si en respuesta a la crisis de Cataluña se aprueban reformas que ayudan a liberar las energías de una de las naciones más diversas de Europa. No hay que permitir que los efectos dañinos de las políticas identitarias desgarren la sociedad española, como lo hicieron las ideologías ochenta años atrás.