Elecciones. Alejandro Domínguez ocupaba el cargo interino en el organismo por Napout. Ayer en los sufragios fue respaldado.

La revolucion y su cultura

Algunos intelectuales modernos, desprovistos de misticismos revolucionarios, creen que los intelectuales han sido los responsables originarios de las revoluciones. Habrían aportado una imagen de cultura, utilizaron las insatisfacciones humanas, despertaron humanos sentimientos solidarios y ligaron erróneamente los conceptos de revolución con progresismo, de colectivismo con justicia social y de socialismo con prosperidad. No dejaron, sin embargo, de aplaudir el matadero en que se convirtieron la Rusia soviética, la Alemania nazi y la Cuba comunista en nombre de un socialismo totalitario. Las democracias occidentales, cultoras del liberalismo capitalista y gestoras de la modernidad mundial, fueron estigmatizadas como retrógradas y el progresismo, el desarrollo y la cultura misma, se atribuyeron a quienes pregonan un obsoleto colectivismo nacido en el siglo antepasado.

Aquí la izquierda, no contenta con exhibir algunos buenos valores de la literatura ecuatoriana, se adueñó oficialmente del manejo de la cultura y un buen día, sin que nos percatáramos, era la vocera de las instituciones creadas para difundirla y promoverla. Las condecoraciones circulaban pomposa y profusamente entre ellos, aunque su raquitismo corrió parejo al raquitismo político y social de sus revoluciones. Se preguntarán por qué, aunque la respuesta es simple: la cultura no puede estar sometida a patrones ideológicos, peor aún con la degradación y fracaso de un gobierno revolucionario. Una cultura que sostiene que todos somos iguales, simplemente para combatir al individualismo creativo y sus logros históricos en vez de intentar superarlos, no puede sobresalir. Una cultura que da la espalda a la historia de la democracia y a su permanente lucha por lograr más derechos para un número cada vez mayor de seres humanos, no puede imponerse. Somos iguales, por definición, pero el racionalismo es materia de una elección humana; razonar bien o mal es lo que distingue a unos de otros. Nuestras elecciones son decisorias y son las que integran un código de valores morales que separa a quienes abogan por la moralidad y respeto a los demás, de quienes creen que hay que aplastar a las clases sociales que no comulguen con sus ideas. Usted ha podido comprobar, sin duda, que las revoluciones no permiten elegir Solo saben imponer. Es su credo. Su dogma. Su sectarismo. Su obcecación.

Le pido me perdone, lector, por extenderme en estas consideraciones, pero conocí de los afanes supuestamente culturales del Gobierno por manejar en toda su extensión a la Casa de la Cultura: sería politizada y absorbida por el Ministerio de Cultura, destruyendo su autonomía y cumpliendo con el patrón ciego y narcisista de la revolución. ¿Qué nuevo nombre le tienen preparado? ¿Acaso el de Hugo Chávez, del Che Guevara, de Nicolás Maduro o de Cristina de Kirchner? ¿Creerán que la flama revolucionaria arderá con más fuerza en los corazones de sus seguidores, como creen también que la cultura histórica ecuatoriana se enriquecerá con la anunciada supresión de la denominación actual de una institución, “Alfredo Pareja Diezcanseco”, olvidando o ignorando voluntariamente que este, al igual que Benjamín Carrión, ha honrado las letras ecuatorianas y que, curiosamente, ha sido vinculado más de una vez con la izquierda. Todo un personaje, de quien nuestro presidente ignora su verdadero apellido, trocándolo por el de “Diezcansejo” y exponiéndose a burlones y rimados comentarios. Esos gazapos culturales son los más recientes y se sumarán a los que ya llenan el contenedor que la historia les tiene preparado. Es la historia de aquellos que practican una ciega cultura revolucionaria y que, como dijera alguna vez el “Pájaro” Febres-Cordero, no son culpables porque son perfectos. Tan perfectos que no saben nada de nada.

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