Peligroso giro de Arabia Saudi
“El momento más peligroso para un mal gobierno”, escribió el estadista e historiador francés del siglo XIX Alexis de Tocqueville, “es por lo general cuando comienza a reformarse a sí mismo”. Emprender reformas puede implicar que aunque las normas e instituciones tradicionales estén desacreditadas, aún no se han establecido estructuras alternativas. El ejemplo clásico de Tocqueville fue el régimen de Luis XVI, cuyos intentos de reforma llevaron rápidamente a la Revolución Francesa y a su propia ejecución en 1793. Otro ejemplo: la iniciativa de Mikhail Gorbachov de reformar la Unión Soviética en los 80. Para 1991, la URSS había colapsado y Gorbachov estaba fuera del poder. Tal vez esté ocurriendo algo similar con el joven príncipe saudí Mohammed bin Salman (MBS), a medida que da pasos para modernizar su país. Arabia Saudí ha mantenido por largo tiempo una (relativa) estabilidad interna al distribuir sus enormes riquezas petroleras entre sus súbditos, imponiendo doctrinas islámicas fundamentalistas basadas en la austera tradición wahabita. Tras la fundación del Reino en 1932, muchos saudíes disfrutaron de un nivel de vida sin precedentes, y cientos de miembros de la familia real saudí pasaron de jeques del desierto a miembros inmensamente ricos de la élite internacional. La caída de los precios del petróleo tras la Primavera Árabe de 2011-2012 derrocó a los gobiernos de Túnez, Egipto, Libia y Yemen, y significó un serio reto para el régimen de al-Asad en Siria. Por su parte, MBS recibió el mensaje: desde su nombramiento como príncipe heredero en junio de 2017, ha iniciado amplias reformas al sistema saudí. Algunas de sus medidas han merecido cobertura de prensa internacional favorable, especialmente sus decretos permitiendo conducir a las mujeres y limitando el poder de la policía religiosa, que por largo tiempo ha hecho cumplir los códigos de vestimenta pública. Pero otras políticas nuevas podrían volverse problemáticas. Su plan de diversificación de la economía para reducir la dependencia del petróleo todavía está en pañales. Mientras, ha lanzado un plan “anticorrupción” arrestando a cientos de miembros de la elite saudí (incluidos príncipes y hombres de negocios con perfil internacional) sobre bases dudosas y sin respeto al Estado de derecho. Por eso, incluso si MBS apuntala su poder y se vuelve popular a corto plazo, está claro que se propone reinar como un déspota autoritario cuando suceda a su padre, el rey. Eso sería una desviación radical de la tradición del reino de compartir el poder entre príncipes dentro de un sistema altamente descentralizado. Su duro estilo político también tiene implicancias internacionales: ha adoptado una actitud cada vez más intransigente contra Irán, exacerbando la división entre sunnís y chiíes. Tiene el apoyo de otros países como Egipto y Jordania, del presidente estadounidense Donald Trump y el primer ministro israelí Benjamín Netanyahu, pero esto no resulta muy auspicioso para la estabilidad de la región. La intervención militar en Yemen fue un fracaso, la decisión de imponer un embargo a Catar resultó contraproducente y su intento de deponer al primer ministro libanés Saad Hariri, un fiasco. No hay certeza sobre si el enfoque de MBS es el correcto, pero no le interesa crear instituciones representativas o fortalecer el Estado de derecho, por lo que su país se habrá convertido en una dictadura personal. La escalada con Irán podría escapársele de las manos. A pesar de sus compras de armamentos de EE. UU., Arabia Saudí sigue siendo superada en una hipotética confrontación con Irán. Si ocurre, cabe esperar que no lleve a una guerra regional.