Consignas. Propaganda electoral del binomio Ortega-Murillo en San Jorge, en el departamento de Rivas.

Ortega apuntala su dinastia en Nicaragua

Durante años, Fidel Castro evitó implicarse en la lucha sandinista contra la dictadura en Nicaragua temiendo que sus líderes acabarían apuñalándose unos a otros por la espalda.

Durante años, Fidel Castro evitó implicarse en la lucha sandinista contra la dictadura en Nicaragua temiendo que sus líderes acabarían apuñalándose unos a otros por la espalda.

Hasta que en 1978 Daniel Ortega lo convenció en una sola reunión de apoyar al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), sumando el respaldo del cubano a la larga lista de alianzas con la que llegaría a ser la cara más visible del derrocamiento de Anastasio Somoza el 19 de julio de 1979.

Casi cuatro décadas después y a punto de cumplir 71 años, el presidente Ortega va rumbo a su tercera victoria electoral consecutiva hoy gracias a esa misma mezcla de persuasión, astucia y carisma con la que se ha convertido en uno de los líderes más populares y temidos de América Latina.

Unos alertan que busca instaurar una “dictadura familiar” de la mano de su esposa y binomio electoral Rosario Murillo, asegurando que tras su vuelta al poder en 2007 ha violado la Constitución, manipulado la justicia y amañado el sistema para lograr su reelección en 2011. Pero sus defensores alaban a un líder que ha logrado el difícil equilibrio de renovar la esperanza de los pobres sin espantar a los ricos, combinando un conservadurismo económico y una sensibilidad social que han disparado su respaldo hasta el 70 % en las encuestas.

Bajo un aspecto frágil y algo retraído, amigos y detractores retratan a un negociador nato con un absoluto conocimiento de la “fontanería” política nicaragüense que le ha permitido sacar rédito de sus pactos con la oposición, convencer a los empresarios y hasta ponerse en sintonía con la Iglesia.

“Ortega es un animal político que no puede ser subestimado. Es un corredor de largo plazo (con) resistencia y ambición. Reconoce instintivamente el manejo del poder y de los poderes fácticos”, dijo Carlos Fernando Chamorro, quien dirigió el diario sandinista Barricada en la década de 1980 y ahora es editor del medio crítico Confidencial de Nicaragua.

Investido con la épica de la revolución, por la que mató, robó, fue preso y torturado, Ortega tuvo que reinventarse al perder los comicios de 1990 en un país arruinado y dividido tras años de una cruenta guerra con los insurgentes de la Contra financiados por Estados Unidos.

La estética militar con gafas de pasta fue reemplazada por un estilo sobrio de vestir y lentes de contacto. La feroz retórica revolucionaria dejó paso a un discurso de paz y reconciliación cuajado de referencias a Dios en un país joven y profundamente religioso.

Libre de ataduras ideológicas, Ortega negoció millonarios fondos a través de una alianza izquierdista con el fallecido líder venezolano Hugo Chávez, al tiempo que cortejaba al capital internacional. Buscó relajar la tensión con Washington, sin abandonar sus alianzas con Rusia, China e Irán.

Incluso cambió el rojinegro del sandinismo por el azul pastel y fucsia que ahora domina su campaña. Tan solo el poblado bigote negro persiste como marca personal del exguerrillero marxista que cambió el Jeep por el Mercedes Clase G.

“Hoy habla mal del imperialismo, mañana lo elogia; hoy dice que los capitalistas son unos buitres, al día siguiente que son benefactores”, lo criticó Dora Téllez, excombatiente del FSLN que acabó siendo enemiga jurada. “Ese es Ortega: solo opera por ambición de poder”.