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El Estado ogro

Décadas atrás escuchábamos con cierta credulidad que debía darse al Estado una más amplia participación en el manejo de la cosa pública. Eran palabras que “sonaban” a justicia social. Hoy sabemos de sobra que eran burdos sueños y que el papel de protector de pobres que se atribuye al Estado era una hipocresía, una engañifa, cuyos líderes se han visto involucrados en temas que aluden a organizaciones corruptas: la narcoruta a Norteamérica, que culminó con la caída de un presidente centroamericano alineado con Chávez; las FARC financiando campañas presidenciales; Lula y la multimillonaria corrupción en Petrobras; la Rousseff encubriendo sin vergüenza la impunidad del mismo Lula; maletines con dinero chavista para la campaña presidencial de la Kirchner; Evo sumido en tráfico de influencias Y un largo etcétera.

Si los Estados no fueran tan ineptos, si fueran menos corruptos y dejaran de meterse en todo, los capitales permanecerían en cada país, crecerían con este y sus empresarios e inversores serían factores de su desarrollo, sin que importe la ausencia del encanto intelectual y político que acostumbra esgrimir el socialismo. Octavio Paz, escritor mexicano, definió a ese tipo de gobierno, fantasioso y malévolo a la vez, como el “ogro filantrópico”, como un ente que asevera que todo lo hace bien mientras su deficiencia se acrecienta; un gobierno que arrebata de manos creativas y privadas la entrega de bienes y servicios , para convertirlos en fuente de enriquecimiento de las camarillas encumbradas al poder, y que con absoluto cinismo apela al uso de la fuerza, incita a la violencia callejera y genera el amedrentamiento general para asegurar su revolucionaria permanencia.

Convivimos con la fuerza, con la presión y la violencia que intimida a muchos y va implícita al ejercicio del poder y a la existencia misma de un Estado revolucionario . La violencia y la revolución son las dos caras de una misma moneda; restringe nuestras libertades y parecería que quien la ejerce se saldrá con la suya. Pero no es así. ¡Nunca ha sido así, ni será así! ¿Cuál es la autoridad moral que reclama tener un autócrata? Los dictadores, los autoritarios o tiranos, terminan siempre derrotados y estigmatizados ante la historia que equivocadamente les dio cabida .

Quien sufre o es testigo de la violencia y le atemoriza su pérdida de libertad de acción, no puede menos que repudiar a quien o quienes la generan y en la primera oportunidad histórica que se presente tomará partido por la democracia y castigará a quienes lastimaron los derechos ciudadanos.

Nuestro Gobierno es partidario del estatismo y, por ende, adicto a la violencia, siendo enorme el reto de defender la libertad de expresión en un país adscrito al totalitarismo y que gusta de amedrentar a quienes quiere acallar, arguyendo con solemne vehemencia un inexistente derecho a convertir en servicio estatal cualquier tipo de mejoras que pudieran beneficiar a un segmento poblacional. Aún no entiende que no se trata de la naturaleza del servicio público lo que lo convierte en improductivo, sino su funcionamiento en manos de un Estado caro e ineficaz, usualmente corrupto, que lleva inexorablemente las cosas al desastre. Un desastre respaldado por el uso de la fuerza. Una fuerza que criminaliza cualquier protesta ciudadana y encarcela a quienes están descontentos con un régimen que, entre otros abusos, desfinancia a acreditadas organizaciones sociales de servicio como Solca y que convierte a los usuarios de un servicio público en servidores de los burócratas parasitarios. Para este régimen, toda fuerza estatal es legítima y cualquier novelería reformadora, por ridícula que fuere, como la del Royal Tour (’tour’ de la noble y nueva realeza ecuatoriana), tiene visos de sublime filantropía. Será emblemática de este Gobierno revolucionario la vacación sin sueldo por nueve meses, concedida a padre y madre “parturientos”, para dizque asegurar la nutrición del infante. ¿Demagogia? ¡No! Simple torpeza: se les condena a sobrevivir con sus imaginarios ahorros y con sus agotadas tarjetas de crédito, cuando lo seguro es que no podrán contar el cuento cuando finalmente crean haber aprendido a vivir sin ingerir alimentos. El ogro filantrópico se los habrá engullido.

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