Dato.
Dato. De los seis migrantes que viajaron junto a Pablo, solo dos llegaron con éxito a los Estados Unidos. Las cuatro personas restantes prefirieron regresarse a Ecuador.Cortesía

Migró 43 días con la esperanza y la muerte en la maleta

La madre de un migrante ecuatoriano cuenta, a detalle, la travesía que vivió su hijo y el amargo sabor de boca que deja la migración irregular hacia EE. UU.

Entre el llanto y la esperanza. Era 28 de noviembre de 2022 y el reloj marcó las 19:00, hora en la que, como casi todos los días, Mercedes, de 52 años, prepara todo en la cocina para servir la cena a su esposo y dos de sus tres hijos. De repente, suena el teléfono celular. Es un número desconocido pero, sin razón alguna, intuye que es la llamada que lleva esperando por más de 43 días. “Hola, ¿hijo?”, pregunta la mujer al contestar el teléfono con las manos temblorosas. Pero nadie responde y solo hay silencio al otro lado de la línea. Vuelve a preguntar, con muchas dudas, pero con la certeza de que era el primero de sus hijos, el que le hacía falta en la mesa de madera donde estaba a punto de servirse la cena: “Hola, hijito, ¿eres tú?”. De inmediato, responde una voz entrecortada que le dice: “Mamá, llegué a la frontera -entre risas y euforia- Llegué por fin, mamá”. 

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Es Pablo, el primero de sus hijos, desde Ciudad de Juárez, en México. Y continúa, con tono apresurado: “Me voy a entregar a migración, mamá. No sabrás de mí en ocho días hasta ver si los gringos me dejan quedarme en Estados Unidos o me deportan. Te amo, mamá, cuida a mis hijas”, se despide Pablo, en una llamada que pudo sostener tan solo 10 segundos. Tiempo suficiente para robarle el aliento a Mercedes, quien casi que de inmediato, juntó sus manos, levantó el rostro hacia el techo de su casa y rompió en llanto: “Dios, cuídalo, cuida a mi hijo”, ora Mercedes en voz alta. Como todos los días, pero más desde que Pablo, el padre de sus tres nietas, le dio un último abrazo el pasado 21 de octubre, en los exteriores de la terminal terrestre de Guayaquil, antes de embarcarse en un bus que lo llevaría hasta Colombia para empezar con su viaje hacia Estados Unidos. “Ese día no se me borrará nunca, porque no lo volveré a abrazar por años”, dice con voz de susurro Mercedes, mientras pasa sus manos por la pasta rota y sucia de un álbum de fotos, con el que puede dar evidencia de los momentos felices que ha vivido junto a Pablo y sus dos hermanos: Eduardo y Luciana.

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Mercedes rompe en llanto, una vez más, al abrir el álbum y encontrarse con una foto de Pablo a sus 6 años. Se le hace difícil ver su felicidad en una fotografía, dice Mercedes, porque fue justamente esa felicidad, que según Pablo era mermada por su situación económica y la falta de oportunidades, la que Pablo salió a buscar y lo empujó a recorrer  ocho países y 100 kilómetros de una de las selvas más inhóspitas y peligrosas que limitan a Colombia con Panamá: El Tapón del Darién.

“Ahí no solo le robaron, durmió con muertos y con el fango que le llegaba al pecho”, señala Mercedes, quien deja de llorar para contar a EXPRESO las altas probabilidades que tienen de morir los migrantes si deciden viajar a Estados Unidos vía terrestre. “Mi hijo escuchaba cómo las mujeres gritaban para que las ayudaran porque las estaban violando, a niños solos perdidos en la selva, a militares que salían con sacos enormes recogiendo restos de personas que han muerto en esa selva. No sé cómo lo logró, pero salió de ahí vivo y ahora está en migración, más seguro”, narra Mercedes, quien está atenta a que Pablo haga una nueva llamada, pero, esta vez, con la noticia de que ha pisado territorio estadounidense y “podrá quedarse a trabajar por su futuro”.

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Transcurren cinco días y Mercedes continúa esperando, no ha podido dormir, dice. Se muestra cansada y con sus párpados hinchados. Se ríe cuando le preguntan por qué, y responde que ha llorado tanto, que ya no sabe qué hacer. “Solo quiero que me llame y me diga que está bien para quedarme tranquila”. Es viernes 2 de diciembre y el reloj marca las 10:30, sabe que dentro de unas horas el flujo de clientes en su negocio aumentará, pues asegura que los oficinistas del sector la prefieren porque, en su restaurante, “la comida es sana y muy rica”. Se humedece el rostro y sujeta muy fuerte su cabello con una liga color amarilla, sacude su blusa color marrón y se pone un mandil colorido para empezar a preparar los almuerzos que comercializa. Segundos después, estando en la cocina, grita, grita con euforia: “Gracias, Señor, tú eres grande. Gracias por esto, papá Dios”, dice la mujer mientras llora hasta quedarse sin aliento. De inmediato, echa su cuerpo sobre sus piernas y exclama: “Migración soltó a Pablito en Texas y lo llevarán a Nueva York. Lo logró”.

Lo que recibió Mercedes en su cocina fue un mensaje de Pablo a su número de WhatsApp. Uno corto, en el que se leía: Ma, ¿adivina?, adjuntando un emoticón de la bandera de los Estados Unidos y una “carita feliz”.

EXPRESO contactó a Pablo en una llamada breve, en la que aseguró que quien ingresa a El Tapón de Darién, tiene un 80 % de probabilidades de morir. “Me robaron, vi gente morir, niños perdidos y hombres violar a mujeres”, relata, casi que apresurado, mientras tramita un refugio en Nueva York.