Memorias colegiales

Una de las viejas falencias de nuestra educación, aún no superadas, es la baja respuesta estudiantil a los niveles óptimos de enseñanza, lo que se revela, sobre todo, en los pobres resultados obtenidos en las pruebas a que son sometidos los bachilleres que quieren ingresar a la universidad. Siempre se ha hablado de la necesidad de reformas no solamente en el pénsum secundario sino también y sobre todo en las prácticas pedagógicas que deberían utilizarse para conseguir el interés del estudiante en el aprendizaje, en especial de materias que a la mayoría le resultan complicadas y por ende abrumadoras, como son, por lo general, Álgebra o Química.

La nueva era de la tecnología que ha hecho que desde los 4 años la mayoría de los niños manejen admirablemente pequeñas pantallas, no para aprender algo sino para participar en los tantos juegos que se ponen a su disposición, podría emplearse también para la formación de los jóvenes, alternando la distracción con la enseñanza. Por ejemplo, el aprendizaje del idioma inglés, que a lo largo de los seis años de educación media se impone a los alumnos en el programa de estudios, concluye con un resultado casi nulo porque en tan largo tiempo la mayoría de adolescentes sale del colegio sin saber hablar jota del idioma que le legaron los ingleses a los gringos.

Y claro que debe volverse también a la reincorporación de materias indispensables para la formación de los que serán a futuro los ciudadanos que decidan con sus votos el destino de su país y que, en general, tengan una real conciencia de lo que significa la obligación de servir a la patria, desde un escritorio o desde una trinchera, como son la Cívica y la Ética, pudiendo añadirse también esa materia que recibí en mi primer año de secundaria (allá por los años 40 del siglo pasado) como es la Educación Social, con reglas que deben aprenderse para el perfecto comportamiento en sociedad.

Dice un viejo precepto, ahora rechazado por su violencia e irracionalidad, que “la letra con sangre entra”, el cual nos hace recordar a los viejos profesores que nos atizaban palmetazos cuando querían mejorar nuestro comportamiento o rendimiento. ¿Qué se ofrece en sustitución a esa violencia ya obsoleta y absurda?