
Un lugar que le devuelve la fe a los indigentes
El Refugio del Espíritu Santo cumplió dos años. Brinda alimentación y talleres a personas en situación de calle, con el propósito de reinsertarlos a la sociedad.
“Propósito de 2019: trabajar, tener casa para dormir y seguir vivo”. Está escrito con letra roja, con mayúsculas y con dolor. El pedazo de papel es uno de los 12 manifiestos que están colgados en una de las paredes del Refugio del Espíritu Santo (Resa).
Entre los 50 indigentes que acoge este albergue, y que escribieron sus deseos en aquellas páginas, hay un común denominador: el dolor. Pero también la esperanza en aquel segundo piso de la parroquia Santísimo Sacramento, ubicada en las calles Pío Montúfar 1007 y Manabí.
Dormir en la calle, luego de tener una familia y una casa, es una de las pocas situaciones que le ha arrancado lágrimas a Fernando Quezada. Llegó al refugio hace ocho meses. El lugar, que el pasado 11 de septiembre cumplió dos años de acoger a personas en situación de mendicidad, lo sacó de la depresión en la que cayó luego de pelearse con su familia.
Lo tenía todo, pero la riña lo empujó a viajar a Guayaquil, donde le robaron sus pertenencias y tuvo que dormir, durante cinco meses, en un portal de Escobedo y P. Icaza, en el centro.
“La gente piensa mal de las personas que vivimos en la calle, cree que somos malos” , dice, mientras clava unos cuadrados de madera. Estaba terminando unas placas que debían entregarse ayer, durante la fiesta que organizaron en el refugio para celebrar su segundo aniversario.
Marcos Escalante se pasea orgulloso por el lugar. Es el coordinador del refugio y señala que los tres murales que le dan color a la habitación fueron pintados por los beneficiarios.
A ellos, además de darles las tres comidas diarias y refrigerios, les imparten talleres para que puedan emprender y reinsertarse en la sociedad, como de albañilería, por ejemplo. “Hemos tenido 9 reinserciones laborales, 5 vinculaciones familiares y 8 encontraron vivienda. Hemos dado 2.000 servicios de alimentación en este año”, detalla.
Marcos resalta que, cuando abrieron sus puertas en 2017, aquella habitación era gris y con el piso de cemento. Ahora, caminan sobre baldosas color crema que fueron instaladas por los refugiados.
Tiene capacidad para 60, que llegan de lunes a viernes desde las 08:00 hasta las 17:00 para comer, asearse, asistir a talleres, a misa, a hacer manualidades, a ver televisión o simplemente tomar una siesta en un lugar cómodo.
Las veredas y portales son frías e implacables con la espalda. Sin embargo, Ferney Peñaloza prefiere sacrificar el tiempo de siesta para tejer. Aprendió el arte de entrelazar lana e hilos durante su viaje de su natal Bucaramanga, en Colombia, a Guayaquil.
Tiene apenas 10 días en el refugio, que le permite manufacturar bolsos, cobijas, manillas... cualquier objeto que le encarguen y le permita tener dinero para cumplir sus sueños.
Quiere formar una empresa de limpieza de vidrios y ventanales para almacenes, que es lo que hacía en su tierra antes de que la guerrilla lo obligara a migrar. También es zapatero.
Antes de que empezara el festejo, ayer, sus dedos se movían presurosos entre un croché y un ovillo de lana azul. Tenía día y medio para entregar un bolsito. El refugio, que es una iniciativa de Cáritas y de la Arquidiócesis de Guayaquil, le permite trabajar mirando la televisión, cómodo en un sofá, y no en la calle, donde regresa cada noche para dormir.
Aún no le alcanza el dinero para rentar un cuarto, porque su prioridad es ahorrar para su empresa. El lugar lo distrae de la pena de no estar con su familia, con sus comodidades, pero le ofrece la esperanza “de que, a pensar de que todo se vea malo, nada está perdido”.