Un lugar para los difuntos

Aunque desde que nacemos es lo único cierto que tenemos, la muerte sigue siendo tan dolorosa como provocativa a la reflexión. Nuestros cuerpos yacen debajo de la tierra, o lo que queda de ellos, desde que la familia, desgarrada de pena por no vernos más, nos depositó allí con un adiós para siempre.

No sé si lo que queda de nosotros se entreverará fecundamente con la tierra, o si de ella salen quienes se alimentan de nuestros restos. Sea como fuese, al final, quedaríamos enredados con el planeta. O como polvo o como parte de otros seres. No lo sé. Lo que resalto de este inevitable destino de mezclarnos con la tierra es que, con vida o sin ella, permaneceremos en una dinámica planetaria que, como la energía, no fenece, solo se transforma. Como que estuviéramos condenados amorosamente a ese fenómeno infinito y abundante de la Vida.

Pienso mucho en mis seres queridos que ya se fueron, y me pregunto si pensarlos los alcanza a tocar, o ellos alcanzan a oír de mi gratitud y de cuánto los extraño. Tal vez por eso me gusten tanto los jardines, pues al pensarlos los imagino en un lugar parecido, un lugar desde donde emergen seres coloridos, mezclados en una vida enraizada que se abre paso, donde se desentierran cuerpos florecidos que nos arrancan una sonrisa, al igual que un bebé recién nacido.

Inmanuel Kant hacia un análisis bien interesante acerca de la limitante que nos dejan las condiciones del tiempo y espacio, y cómo estas categorías a su vez, nos bloquean el pensar “un poco más allá” y tal vez tenga razón, habrá certezas que nuestro raciocinio no las pueda atrapar. Sin embargo, contamos con la experiencia, con nuestra capacidad de sentir y, desde ahí podemos aprehender aquello que no está apto para el resto de los sentidos.

Tal vez nuestros difuntos caben ahí, en eso que mueve nuestro cuerpo y que saldrá de él cuando este haya que entregarlo, y si es así, no solo sería hermoso, sino que en realidad la muerte no existiría. Más que hermoso, ¿cierto?