Quien le teme a la influencia de China

Desde el final de la Guerra Fría, Occidente ha invertido enormes cantidades de recursos en intentos de inducir en China una liberalización política, incluyendo programas para promover el Estado de derecho, la sociedad civil, la transparencia y la rendición de cuentas del gobierno. Los resultados han sido decepcionantes. En los últimos tiempos China ha retrocedido hacia un autoritarismo duro. Y ha comenzado a invertir recursos en programas propios para incidir sobre las democracias del mundo. Los intentos chinos de ejercer influencia en Occidente han sido tema de informes periodísticos y estudios académicos, y suscitaron inquietud en políticos de alto nivel. Las “operaciones de influencia” de China, según se dice, incluyen el cultivo de lazos con políticos occidentales, la fundación de Institutos Confucio en todo el mundo para promover la lengua y cultura china, la expansión del alcance global de las redes de propaganda oficial de China y donaciones a instituciones académicas, además de programas de intercambio con ellas. ¿Qué deberían hacer las democracias liberales occidentales frente a una China que les está copiando una página del manual, mientras explota su apertura para promover sus objetivos ideológicos y geopolíticos? Las dirigencias e instituciones occidentales deben distinguir entre actividades con patrocinio estatal e intercambios legítimos y mutuamente ventajosos, de índole cultural, cívica y educativa, entre ciudadanos y entidades del sector privado. La sofisticada operación Frente Unido del Partido Comunista de China (centrada en neutralizar la oposición a sus políticas y a su autoridad, dentro y fuera de China) suele depender para el logro de sus objetivos de la ayuda de actores del sector privado y estos tienen incentivos informales para buscar el favor de los gobernantes chinos con una conducta amistosa hacia el PCC. Incluso actividades de naturaleza manifiestamente independiente o privada pueden conllevar un riesgo político y reputacional para las organizaciones occidentales al exponerlas a que las acusen de actuar como “agentes de influencia” para China. Pero eso no implica que Occidente rechace de plano cualquier oportunidad de cooperación con entidades y personas chinas. Eso llevaría a la pérdida de oportunidades valiosas. Así que Occidente debe estar alerta, pero no sobrerreaccionar: si una donación viene de un empresario chino rico habría que aceptarla de buen grado, siempre que sea transparente y no venga con condiciones que afecten la misión del receptor. La transparencia es uno de los mecanismos más poderosos para proteger los procesos democráticos occidentales contra operaciones de influencia chinas. También debe cuidarse de otra clase de sobrerreacción: poner en la mira a sus propios ciudadanos de origen chino. Además, un código de conducta compartido para el trato con China también ayudaría a garantizar la defensa de los valores democráticos en todo acuerdo o colaboración con aquel país. Los valores democráticos liberales en que se basan las instituciones occidentales les confieren una resiliencia incomparable; ningún régimen autoritario puede subvertirlas fácilmente, por más intercambios culturales o institutos de enseñanza del idioma que establezca. Lo más notable en relación con los intentos de China de extender su influencia en el extranjero es la facilidad con que los expone. Presentarlos como una amenaza real a las democracias del mundo revela inseguridad por parte de Occidente y exagera las capacidades de China.