“Impasse” politico de Brasil
Brasil enfrenta su peor crisis política desde que se restauró la democracia en 1985. Hasta hace poco parecía probable que la presidenta Dilma Rousseff finalizase su periodo presidencial -que termina el 2018-, aunque esto solo obedeciera a la renuencia de los partidos de oposición a hacerse cargo de rectificar la desastrosa situación económica creada por su Gobierno. Pero hoy, todo puede pasar. Al tratar de salvar a su predecesor, ‘Lula’ da Silva, Rousseff ha hecho que sea mucho más difícil salvar su propia presidencia. Ahora que el PMDB -en un momento el partido más grande de la coalición gobernante- ha abandonado al Gobierno, es posible que en el Congreso se alcancen los dos tercios de votos necesarios para destituirla.
No en todas las democracias los fiscales y los jueces disponen de la autonomía necesaria para investigar a empresarios multimillonarios o a un expresidente que en un momento gozó de gran popularidad. Eso es bueno, lo malo es que no se divisa por parte alguna el liderazgo político que Brasil requiere para salir de su crisis. En las encuestas de toda la región, los latinoamericanos afirman estar hartos de los políticos tradicionales. En Brasil, el problema de legitimidad política es especialmente agudo. No solo los líderes del Gobierno están bajo ataque; cuando dirigentes de la oposición se unieron a las manifestaciones callejeras hace dos semanas atrás, fueron recibidos con abucheos.
Tal vez Brasil sea el único país del mundo donde las tasas de interés de corto plazo altas pueden incrementar la inflación debido a que aumentan el déficit fiscal y la acumulación de deuda, y esto a su vez crea inquietud sobre una futura monetización. Por suerte, la denominación de su deuda es en la moneda nacional, lo que hace improbable una corrida de la deuda pública (que dejaría al Gobierno incapacitado para financiarse). Sin embargo, la situación fiscal de Brasil es insostenible. Según la conocida expresión del economista estadounidense Herbert Stein, “si algo no puede continuar para siempre, entonces se detendrá”. Un corolario a esta ley es que mientras más largo sea el proceso, mayores son las probabilidades de que su fin no sea bueno. Y este podría ser el caso de Brasil. Aunque Dilma sea destituida, no existe certeza de que su sucesor vaya a tener la voluntad política y el apoyo requeridos para llevar a cabo los cambios imprescindibles en la economía. A los inversores les gusta fantasear sobre reformas económicas realizadas por un gobierno posterior al de Rousseff, con Michel Temer como líder, pero es posible que este carezca de la voluntad o de los votos en el Congreso para impulsar reformas económicas. Y, de acuerdo a una encuesta reciente, contaría con solo el 16% de apoyo de los brasileños.
En un congreso en São Paulo el año pasado, un experto académico comparó los actuales escándalos en Brasil con las investigaciones “mani pulite” (manos limpias) en Italia a mediados de la década de 1990. En este país, la ciudadanía deseaba deshacerse de la manchada élite política y terminó con “Berlusconi, quien resultó mucho peor que todos los otros”. El mensaje es claro: Brasil puede enfrentar un futuro similar. El populismo con frecuencia florece cuando declina la legitimidad de las instituciones políticas. Pero los brasileños se merecen a alguien mejor que un Berlusconi (o un Trump).
Project Syndicate