Justicia politica en America Latina
En abril, el expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva se rindió a la policía para comenzar a cumplir una sentencia de prisión de 12 años por corrupción pasiva y lavado de dinero. Fue el último de una serie de arrestos y procesamientos de líderes políticos y económicos latinoamericanos, una tendencia que comenzó hace cuatro años, con el estallido del escándalo de sobornos del grupo brasileño Odebrecht. Aunque se necesita con urgencia una acción contra la corrupción, el enfoque cada vez más politizado de estos procedimientos está colocando a toda la región en una pendiente resbaladiza. Con los gobiernos y las legislaturas de América Latina enfrentando una profunda crisis de credibilidad, la judicatura se ha convertido en un actor importante en algunos países. En Brasil, figuras involucradas en la operación Lava Jato (investigación en curso sobre corrupción a gran escala en la petrolera estatal Petrobras), como Deltan Dallagnol, el coordinador del grupo de trabajo en el Ministerio Público, y Sergio Moro, juez a cargo de la investigación, se han convertido en verdaderos actores políticos. Su influencia excede por mucho su papel como abogados, magistrados o jueces de tribunales de primera instancia. El problema real es que funcionarios como Moro han transformado la acción judicial contra la corrupción en una cruzada moral y política por la cual están dispuestos a doblegar la ley. Los magistrados de la Corte Suprema argumentan que para poder encarcelar a Lula antes de la campaña presidencial de 2018, Moro desobedeció las reglas del procedimiento penal y manipuló los mecanismos de detención preventiva y Moro admite en su veredicto que está condenando a Lula sin ninguna evidencia directa de un acto ilícito. América Latina tiene una larga historia de justicia politizada y política judicializada. Como dijo el presidente mexicano Benito Juárez en el siglo XIX: “Para mis amigos, gracia y justicia; para mis enemigos, la ley. Así, la mayoría de la opinión pública brasileña cree que la expresidenta Dilma Rousseff fue acusada por corrupción, pero fue acusada de usar una maniobra contable utilizada por presidentes anteriores sin mayores consecuencias, para reducir los déficits del gobierno de manera temporal. Según un fiscal del ministerio público, Rousseff no cometió ningún crimen de responsabilidad que justifique su destitución. No se puede decir lo mismo de su reemplazo, Michel Temer, que ha logrado evitar dos intentos de juicio político comprando apoyo político en el Congreso. Hay grabaciones de Temer que supuestamente autoriza pagos de silencio a Eduardo Cunha, un expresidente de la Cámara Baja, que está en prisión por su participación en el escándalo de Petrobras. Esto no quiere decir que no sea necesario enjuiciar a políticos y a figuras poderosas por corrupción. Por el contrario, la operación Lava Jato ha dejado en evidencia la relación incestuosa entre el dinero y la política en América Latina. Pero cuando los jueces eluden el Estado de derecho, lo debilitan. Y cuando esas tácticas sirven para fines políticos, como en Brasil, los jueces ponen en peligro la democracia misma. En cualquier caso, la ola de activismo judicial que los escándalos recientes han estimulado, hasta ahora ha producido poco o ningún cambio real. Desde Brasil hasta México, quienes tienen la tarea de defender el Estado de derecho están ejerciendo cada vez más la administración de la justicia con fines partidistas. En un momento de intensificación de la polarización política, esto no es un buen augurio para el futuro de América Latina.