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Iván Baquerizo | El Archipiélago del resentimiento

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En nombre de la justicia prometen redención, pero reparten miedo

Aleksandr Solzhenitsyn fue un escritor ruso y premio Nobel de Literatura. En 1973 publicó El Archipiélago de Gulag, un testimonio devastador escrito entre la nieve y el miedo que reveló cómo el socialismo, más que construir la utopía de la igualdad, se convirtió en el infierno de la servidumbre. Millones de seres humanos fueron sacrificados en nombre de una justicia social que terminó devorando la conciencia, la verdad y la libertad. “Para hacer el mal —escribiría Solzhenitsyn—, el hombre debe primero creer que está haciendo el bien.”

Los llamados Gulag eran el acrónimo ruso de Glavnoye Upravleniye Lagerey, la Dirección General de Campos de Trabajo, creada por la policía secreta soviética. En ellos eran recluidos no solo delincuentes comunes, sino también intelectuales, campesinos, religiosos y ciudadanos cuyo único delito era pensar distinto al Leviatán o haber sido denunciados por envidia o conveniencia. Eran auténticos laboratorios del terror; millones de personas condenadas a trabajos forzados en condiciones inhumanas, donde el hambre, el frío y la delación imperaban.

Entre 1918 y 1960 se crearon más de 475 campos de concentración, mayoritariamente en Siberia, por donde pasaron unos veinte millones de presos, de los cuales cerca de tres millones murieron de hambre, enfermedades, torturas o ejecuciones. En nombre del progreso y la igualdad, la Unión Soviética construyó un régimen de horror que Solzhenitsyn bautizaría como El Archipiélago de Gulag.

Cinco décadas después, en el Ecuador, el liderazgo mariateguista de la Conaie repite la misma tragedia. No levantan estatuas a Lenin o Stalin, pero predican una redención popular con idéntico tono mesiánico. No ofrecen progreso, sino obediencia; no buscan justicia, sino poder. Se erigen como voceros exclusivos de una causa que, so pretexto de una supuesta justicia social, defiende los privilegios de una élite que parasita del Estado. Electoralmente representan a una minoría diminuta, pero en su nombre pretenden paralizar carreteras, destruir cosechas y chantajear a un país entero. Son los nuevos oligarcas de ponchos y sueldos astronómicos, que creen que por pintarse la cara, portar lanzas y emplumarse pueden pisotear el contrato social y justificar sus atropellos.

Solzhenitsyn hacía notar que los verdugos del totalitarismo jamás se reconocen como tales y más bien se llaman a sí mismos servidores del pueblo. En nombre de la justicia prometen redención, pero reparten miedo. Y cuando el miedo se convierte en método —decía—, la obediencia deja de ser virtud y pasa a ser simple supervivencia. Es un ciclo reiterativo del poder; los que ayer se presentaban como oprimidos pretenden reivindicarse como los nuevos amos. El pueblo, que soñó con liberarse, despierta de nuevo con cadenas, solo que ahora forjadas por los suyos.

El liderazgo violento y colectivista de la Conaie pretendió convertir Imbabura en otro Gulag. Cada paro es un pequeño archipiélago; islas de ira conectadas por una corriente de odio. En lugar de construir, destruyen. En lugar de producir, paralizan. Y en lugar de liberar, someten. Es la repetición tropical del viejo mito socialista: el Estado o el caudillo como salvador de una masa que ya no piensa por sí misma. El paternalismo como antesala de la tiranía. Un etnicismo moral que ha aprendido que la victimización es rentable y que el miedo, cuando se lo administra bien, es poder.

El Gulag fue la negación del individuo. Su antídoto sigue siendo el mismo; la libertad individual frente al colectivismo. Cuando el ciudadano libera su mente, el archipiélago del temor se hunde para siempre. Y ahí, las plumas y caras pintadas pasan a ser lo que realmente son; una patética representación de una ideología tribal que vive del resentimiento, la envidia y el complejo.

¡Hasta la próxima!