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Cuesta- Asamblea- demanda
Unitextual. La legisladora correísta Esther Cuesta tiene un PhD en Literatura Comparada, pero no está familiarizada con los usos del lenguaje.Cortesía

La izquierda en guerra contra las palabras

El lenguaje es un campo de batalla donde se decide el futuro de la libertad de expresión. Son las tribus contra la democracia

La libertad de expresión es una cáscara de nuez que flota como puede en un océano de identidades que la zarandean. Este debate va mucho más allá de la ley de comunicación cuyo veto parcial envió esta semana el Ejecutivo a la Asamblea. Este debate tiene que ver con la sociedad ecuatoriana y su escasamente desarrollada (cuando no inexistente) vocación democrática; tiene que ver con una izquierda que ha abrazado de manera irreflexiva, por simple moda ideológica y pura demagogia, los postulados del fanatismo identitario; una izquierda cuyos legisladores parecen empeñados en hacer de cada ‘hashtag’ una ley orgánica; tiene que ver con la espiral de silencio en la que se han visto arrastrados miles de disconformes con miedo a la marginación. Es un debate central de la cultura contemporánea, también en el Ecuador. Sin embargo, es un tabú. Por eso la libertad de expresión depende de él.

Hay una guerra que se libra en el lenguaje, el más sensible de los campos de batalla. El lenguaje, que solía ser propiedad de los hablantes. Porque era la comunidad de hablantes la que decidía, soberanamente y por consenso, el nombre de las cosas y de los seres. No había nada más democrático que el lenguaje y así fue a lo largo de la historia. Los medios de comunicación masiva, cuando aparecieron, se sumaron a la corriente general de los hablantes so pena de quedar excluidos por incomprensibles. Eso cambió casi de un día para otro, en un período brevísimo de tiempo. De pronto, las palabras que los hablantes habían decidido democráticamente que eran las apropiadas para nombrar ciertas cosas, ciertos hechos y ciertos seres, fueron puestas bajo sospecha. Aparecieron grupos de presión que vigilaban a los medios para que no las emplearan. Grupos de presión con el prestigio suficiente para dañar reputaciones.

Esther Cuesta _Twiitte (8575418)

Esther Cuesta vive un delirio ucraniano

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Que no se debía decir “anciano”, una palabra tan venerable como lo que representa, porque de pronto alguien dijo que era ofensiva. Que no se debía decir “ciego”, o “sordo”, porque era discriminatorio. Que no se debía decir “negro” porque resultaba racista, aunque millones de negros de habla hispana en todo el continente se llamaran a sí mismos de esa manera. Que no se debía decir “gordo”, aunque la palabra se hubiera convertido en una forma de trato cariñoso en infinidad de casos... Estos nuevos árbitros de la corrección política empezaron a dictar a los medios cómo se debían nombrar las cosas: adulto mayor, persona de la tercera edad, no vidente, persona con discapacidad auditiva, afroecuatoriano, persona con sobrepeso... Eufemismos que ponían en evidencia sus propios cochinos y retorcidos pensamientos. Porque hay que odiar a los gordos para que la palabra gordo te suene a insulto. Sin embargo, los medios se acomodaron a los nuevos usos para evitar recriminaciones que pusieran en duda su corrección política. Y a través de los medios, el nuevo lenguaje, un lenguaje que, por primera vez en la historia de la humanidad, no había sido democráticamente decidido por los hablantes, se difundió por todos los espacios de la sociedad, sin importar lo ridículas que fueran sus invenciones: “persona con capacidades especiales”, que tiene el efecto mentiroso de convertir la discapacidad en ventaja; “pe-pe-ele”, como si ser reducido a una sigla no fuera mil veces más ofensivo que ser llamado, llanamente, preso. Sobre todo cuando se está preso.

Se impuso la fantasía de que el lenguaje crea la realidad y no al revés (los presos del país, por ejemplo, pueden ser tratados como cucarachas pero absurdamente se supone que llamarlos “pe-pe-eles” atempera su desgracia). Y se creó un sistema se susceptibilidades políticas hiperdesarrolladas en el que cada una de esas condiciones (la del anciano, la del ciego, la del gordo, la del negro...), entendidas ahora como una identidad en toda regla, vale decir, una tribu, resulta violenta y discriminatoriamente reducida en su esencia ontológica por el solo uso de las palabras anciano, ciego, gordo, negro... La capacidad de ofenderse se disparó al infinito. Y esa es la puerta que, una vez cruzada, nos condujo a la muerte de la libertad en el lenguaje. Había desaparecido no ya la libertad de jugar, inventar, subvertir o provocar con el lenguaje, sino la simple y elemental libertad de llamar a las cosas por su nombre. O como describe el ensayista español Juan Soto Ivars en su reciente libro “La casa del ahorcado”: “Pequeñas tribus sensibles declaran como prohibidos y abominables comportamientos y palabras que antes estaban permitidos”.

Así, de pronto, nos encontramos con que, para respetar la identidad de las personas, había que separarla de los principios de la democracia. El lenguaje, que solía ser el espacio más democrático de la cultura, quedó a merced de las identidades, constituidas ahora en auténticas tribus, cada una con su peso específico en el mercado de los grupos de presión. Basta con que alguien se sienta ofendido por una palabra; basta con que alguien no entienda un chiste para que se desate un proceso de victimización y solidaridad de los pares que conduce a la humillación del culpable. “El resultado -para citar otra vez a Soto Ivars- es una cultura política exacerbada y tensa donde el discurso público está siempre sometido a la vigilancia neurótica y el veto”. Esa es la esencia de la cultura de la cancelación. Y la cancelación, como todo linchamiento, no es una forma de justicia. Es, simplemente, un castigo ritual.

Por supuesto que esta forma de censura (acaso la más eficaz de todas pues juega con la reputación y el silencio del hablante, es decir, con su autocensura) está perfectamente administrada en la ley de comunicación que el correísmo y Pachakutik se aprestan a defender del veto presidencial en la Asamblea Nacional. Pero no precisa de una ley para aplicarse. De ahí su efectividad.

Esta semana, la legisladora correísta Esther Cuesta ha pretendido desatar esos demonios. Ella cree que calificarla como “delirante”, en atención a ciertas conductas disparatadas suyas, es incurrir en “discriminación, menosprecio y violencia contra las mujeres”. Contra todas la mujeres, cuya representación se adjudica gratuitamente. Exige que se le muestre la “evidencia medico-científica” de sus delirios. Aunque ostenta un PhD en Literatura Comparada, la legisladora Esther Cuesta no entiende nada del lenguaje. Como a cualquier representante de esa izquierda identitaria que promueve la cultura de la cancelación, le resultan absolutamente ajenos y extraños el subtexto, el contexto, el metatexto y el hipertexto; abomina del sentido figurado y es capaz de tomarse al pie de la letra hasta la más sublime de las metáforas. Esther Cuesta es un ser unitextual. Y en esta lucha por la libertad de expresión a la que nos tiene abocados la izquierda identitaria, que Félix Ovejero llama “antiilustrada”, los unitextuales son los peores.

secretaria

El veto a la Ley de Comunicación suprime la participación "excesiva" de la Defensoría del Pueblo

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Extracto de una demanda

«En la crónica mencionada se afirma que: “En el fondo de este asunto se encuentran los delirios de una legisladora correísta”. Además, relata: “Esther Cuesta es genial, si en marzo se atribuía el éxito de la repatriación de los ecuatorianos en Ucrania, hoy alega que los repatriados lo fueron a la fuerza, lo escribió el jueves en tuit: “Decenas de jóvenes retornaron forzadamente de Ucrania” (...) .

»Con esta afirmación, el señor Aguilar conjetura que la suscrita se encuentra en un estado mental que le causa confusión, desorientación y no podría pensar o recordar con claridad, sin que cuente con prueba, evidencia y certificación medicocientífica sobre sus aseveraciones. En términos estructurales, la crónica se enmarca en la histórica discriminación, menosprecio y violencia contra las mujeres.»